A inicios de la década del noventa, el país vivía asediado por una fuerte ola de violencia y criminalidad. Entonces, la estrategia gubernamental consistió en implantar la política Mano Dura Contra el Crimen, enfocada en operativos policiacos que se lanzaban contra residenciales públicos con la intención de desarticular los puntos de venta y consumo de drogas ilegales y, a su vez, atrapar a sus mercaderes.
Como resultado de esa operación, que también alcanzó un fuerte matiz mediático, la Policía tomó el control de más de 80 residenciales públicos entre el periodo de 1993 a 1999, donde se construyeron verjas y casetas para establecer puntos de control de acceso y vigilancia.
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Ese operativo, que transcurrió bajo los dos cuatrienios que comandó el exgobernador Pedro Rosselló González, requirió la movilización de más de cuatro mil policías estatales y más de cinco mil miembros de la Guardia Nacional.
Se estima que solo hasta el año 1997 el Gobierno había desembolsado más $70 millones entre salarios, horas extras y otros gastos para mantener activa la fuerza policiaca.
Consecuencia de esas intervenciones, el trasiego de drogas se desplazó de los residenciales hacia barriadas y zonas rurales, donde comenzaron a identificarse el establecimiento de mega puntos. La actividad criminal, en tanto, no se detuvo y los actos de violencia continuaron su ritmo ascendente.
En pleno auge de esa estrategia anticrimen, en 1994, el país vivió uno de los años más sangrientos en su historia reciente. Hubo 995 asesinatos. Mientras, en 1997 los resultados de una encuesta de opinión pública informaron que el 68 % de la población creía que el crimen había empeorado en los últimos cinco años.
La generación que nació y se crío durante la década del noventa, denominada como los hijos e hijas de la mano dura, aprendió desde muy temprano en sus vidas a convivir entre las armas y la violencia. Aquella militarización de la lucha contra la criminalidad, que contó con un despliegue descomunal de fuerza policiaca, no sirvió de nada para detener el crimen en nuestras calles.
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Peor aún, expertos en el terreno de las ciencias sociales concluyeron que el Estado había concentrado sus esfuerzos en una fórmula muy costosa y simplista para enfrentar un problema social de gran complejidad y cuyas raíces yacen ancladas en la crisis de desigualdad social.
Sin embargo, los Gobiernos que regentaron el país al inicio del nuevo milenio se mantuvieron atados a las mismas estrategias policiacas para atender el problema criminal, aun cuando se comprobó su inefectividad.
De esa manera, de la Mano Dura de Rosselló González pasamos a la Mano Firme de Sila María Calderón y, luego, al Castigo Seguro de Aníbal Acevedo Vilá. Todos estos gobernantes se ensañaron en focalizar el crimen desde la misma perspectiva y en el mismo lugar, atacando a las comunidades pobres, señaladas como ejes de actividad criminal y violencia, lo que, al mismo tiempo, los responsabilizaba de ser causantes de la inseguridad social que sufría el país.
Por tanto, las prácticas de ocupación en esas zonas continuaron, y sus residentes fueron estereotipados, lo que provocó una visión cada vez más prejuiciada y discriminatoria contra la pobreza y su gente.
En 2009, con Luis Fortuño al mando del gobierno de la isla, las autoridades políticas comenzaron a buscar solución al problema criminal trazando su mirada hacia el Norte para copiar el modelo de Ventanas Rotas y Tolerancia Cero, políticas públicas anticrimen, sostenidas en una fuerte intervención policiaca, que se habían implantado en la ciudad de Nueva York. Lo mismo procuró su sucesor, Alejandro García Padilla al llegar al poder en 2013.
A su vez, Fortuño y García Padilla alimentaron sus estrategias anticrimen reclamando ayuda a las agencias federales de Estados Unidos. Ninguno tuvo éxito en atajar los problemas de trasiego y violencia en el país.
Poco se habla de que al tiempo en que se incrementaron todas esas políticas de atacar con fuerza policiaca el problema criminal, de 1993 al presente, Puerto Rico comenzó a experimentar un alza en los casos de violación de derechos civiles, resultado del abuso de poder de efectivos de la Policía contra la ciudadanía. También trascendió un aumento en casos de corrupción policiaca.
Queda claro que las fórmulas que han experimentado las últimas cinco administraciones gubernamentales para lidiar con el crimen y la violencia no han dado resultado. La guerra policiaca contra las drogas se perdió porque el problema nunca ha sido atendido desde la raíz, con políticas públicas sociales dirigidas a atacar la pobreza y las desigualdades sociales. Por ahí tenemos que empezar.