La muerte de Keylla Hernández ha sido aleccionadora en más de una manera. Para comenzar, lo ha sido para quienes laboramos como obreros de la información. Nuestras vidas, como las de muchos miembros de la clase trabajadora del país, están sujetas a la presión de una carga laboral pesada que —en nuestro caso— no conoce de días festivos, feriados o cumpleaños. La agenda noticiosa continúa y nos arrastra con ella en medio de la necesidad de mantener informado al país. Ante ello, resulta siempre un reto identificar espacios que nos conecten con los nuestros y, por qué no, con nosotros mismos. Nuestra Keylla ocupó gran parte de sus energías en la construcción de recuerdos, viviendo momentos. De esos que, al final de nuestros días, permanecen en la vida de quienes compartieron la suya con la nuestra. Ese cuadro de prioridades es aleccionador.
Pero la batalla pública de Keylla contra el cáncer nos dejó con una tarea de justicia para los miles de personas que, como ella, batallan contra el cáncer. Es una agenda complicada que, en gran medida, depende de factores que no controlamos a nivel local. Pero el primer paso es discutirla y unirnos a reclamos que ya ocupan a otros miles en Estados Unidos. Me refiero a los altos costos de los tratamientos médicos. El amigo y colega Normando Valentín revelaba la pasada semana datos que han escandalizado a muchos. Los medicamentos contra el cáncer que tuvieron la virtud de extenderle la vida a nuestra Keylla llegaron a costar tanto como $20 mil dólares al mes. VEINTE MIL DÓLARES. Así, en mayúsculas. Esa cantidad es el equivalente al ingreso anual de un gran numero de familias puertorriqueñas. Piénselo detenidamente. Según datos del Departamento de Educación, el salario promedio anual para un maestro en la isla es de $27 mil. En el caso de Keylla, según datos del Gobienro federal, el ingreso promedio de los hogares estadounidenses ronda los $52 mil anuales. Haga sus números.
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Se trata de una cifra que fue costeada, en gran medida, gracias a la buena voluntad del plan médico y la intervención del patrono de Keylla en la ecuación, pero esa cantidad resulta obscena e inhumana si pensamos que el 99 % de los pacientes diagnosticados con cáncer no tienen esa cantidad de dinero a la mano ni cuentan con la aprobación de sus planes médicos para tal gasto. Esa realidad, unida a estudios que apuntan a que 1 de cada 3 personas bajo la bandera de Estados Unidos deberá enfrentarse a un diagnóstico de cáncer, nos deja con un cuadro inequívoco: los altos costos de los medicamentos suponen una sentencia de muerte para quienes no sean capaces de asumir los costos. ¿Qué se supone que haga una persona que no cuenta con los recursos para pagar sus medicamentos aun cuando no poder comprarlos supone su muerte?
Del otro lado de este panorama indolente están los laboratorios y el Gobierno de los Estados Unidos. Los primeros actúan con total impunidad. El segundo se hace de la vista larga ante la existencia de un problema real, puesto que las leyes vigentes no permiten a la Food and Drug Administration intervenir para regular los precios de los fármacos que son establecidos exclusivamente por los laboratorios y controlados únicamente por la “libre competencia”. Más de uno dirá que no hay nada que hacer. Que es lo que tiene vivir en un mundo dominado por el capital. Pero hasta el capital debe tener sus límites y el Estado debe poner freno al lucro excesivo, sobre todo cuando se trata de vidas humanas.