La hermana República Dominicana concluye el ciclo económico de 2018 con un crecimiento en su Producto Interno Bruto (PIB) de poco más de 6%, siendo las zonas francas, la construcción, el comercio, el turismo y la industria agropecuaria los sectores que propulsaron la expansión de la economía del país.
También se identifican como sectores de impacto a la industria de las comunicaciones, la salud, los servicios financieros, el transporte y la gastronomía.
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Asimismo, se anunció que las exportaciones dominicanas superarán los $11,000 millones al cierre de este año natural, nueve por ciento por encima de lo alcanzado el pasado año. Tal crecimiento está asociado a un aumento en la exportación de productos eléctricos, equipos médicos, cigarros, productos agropecuarios y la industria manufacturera.
En el terreno laboral, se señala la generación de 160 mil nuevos empleos durante el 2018, lo que aumentó la tasa de participación laboral en un 60% —la más alta del promedio (56.7%) en toda América Latina— y redujo el desempleo a 5.6%.
Los datos provienen del Banco Central de la República Dominicana, el Observatorio Dominicano de Comercio Internacional y son refrendados por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal).
Según la Cepal, estos avances económicos surgen después de que en 2017 las autoridades gubernamentales pusieron en marcha una política fiscal expansiva que, como consecuencia, redujo el déficit del gobierno central a 2.5%, aunque la deuda pública alcanzó los $30,500 millones, un aumento de $957 millones.
Claro está, la celebración que provoca esta estabilidad económica no va, necesariamente, a la par con la mejora en las condiciones de vida de la sociedad dominicana, donde aún hay necesidad de trabajar con el manejo de las desigualdades, una asignatura pendiente en el país que está bajo la atención de expertos.
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Mas lo que sí es una realidad innegable es que, con sus luces y sus sombras, la vecina isla caribeña se coloca al frente del liderazgo económico de la región de América Latina.
Pero hay más. Uno de los anuncios más significativos en 2018 ocurrió en mayo cuando la República Dominicana estableció relaciones diplomáticas con China, un acuerdo que, como se reseñó, estuvo sostenido sobre principios de respeto mutuo a la soberanía, integralidad territorial, no agresión, no interferencia en los asuntos internos, equidad, beneficios compartidos y coexistencia pacífica.
Con esta movida, República Dominicana se convirtió en el país número 176 del planeta que establece relaciones oficiales con China. Este acuerdo, según se difundió en los medios informativos, inauguró “un nuevo capítulo que significará oportunidades sin precedentes para el desarrollo dominicano y también para la colaboración con América Latina y El Caribe (además) fortalece la confianza política con China y aprovechar la cooperación en sectores como el comercio, la inversión, el turismo y la educación”.
Para nosotros, las y los puertorriqueños, el crecimiento y la estabilidad económica que logra la sociedad dominicana debe provocarnos una seria reflexión en torno a cuáles son las herramientas esenciales que aportan a que un país eche hacia adelante su agenda económica.
Y aunque aún haya quienes se nieguen a entenderlo, el aspecto político es crucial en esta ecuación. Por eso, nuestro mayor carimbo para avanzar un proyecto económico que nos permita encaminarnos hacia un crecimiento sostenido está atado al dilema colonia.
No hay que rebuscar tanto sobre el tema. Pensemos, por ejemplo, en las conclusiones que se derivan de los informes trabajados por la Oficina de la Contraloría General de Estados Unidos (GAO), en particular aquellos que atienden los efectos que tiene sobre nosotros la imposición de la Ley de Cabotaje.
Esta ley, impuesta desde 1920, obliga a que toda nuestra actividad comercial marítima que entra y sale de Puerto Rico tiene que transportarse en algunas de las compañías navieras estadounidense que operan en nuestros muelles.
Al ser así, vivimos subyugados a una relación comercial que representa la pérdida de muchos millones de dólares por el pago excesivo en la transportación marítima, y otros tantos adicionales que recaen sobre el bolsillo del consumidor por el efecto que ese costo tiene sobre el precio de nuestros artículos de consumo.
La Comisión Americana de Comercio Internacional estimó que si Puerto Rico operara su comercio marítimo con soberanía reduciríamos en más de 20% nuestros costos de transportación, lo que significaría un ahorro de $1,300 millones entre sobrecargos por transporte y precios asignados a productos en la esfera del consumo.
Ahí estriban las diferencias entre los países que tienen poder de decidir cómo articulan su plan económico frente aquellos que vivimos con las manos atadas por no enfrentar el dilema de nuestra condición colonial.