El pronóstico de que la “ola azul” arroparía el panorama político en Estados Unidos, en las elecciones de medio término, no se cumplió, aún cuando los demócratas lograron dominar la mayoría de los escaños en la Cámara de Representantes federal.
Los republicanos, por su parte, ampliaron su ventaja en las bancas del Senado y obtuvieron sorpresivas victorias en Florida, Arizona y Ohio, tres estados que tendrán un rol importante en la elección presidencial de 2020.
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Que no haya sido una victoria republicana aplastante no quita que haya sido una victoria. El partido de Donald Trump sigue en carrera para la reelección y, lo que es terrible, el pensamiento neofascista y conservador parece haberse refrendado.
La derecha política estadounidense sigue exacerbada y, aunque resulta espantoso para quienes defendemos modelos democráticos y equitativos, la política divisionista, xenófoba y racista de Trump no obtuvo el rechazo que se ansiaba y que se vaticinaba.
Claro, eso no quita el valor que tienen las victorias demócratas en este proceso electoral, como, por ejemplo, la derrota propinada al gobernador republicano de Wisconsin, Scott Walker, quien ha impulsado una de las legislaciones antisindicales más duras en tiempos recientes.
Tras estas elecciones, la reflexión no debe solo mirar la configuración de las fuerzas políticas estadounidenses, sino que debe centrarse a examinar cómo las posiciones de derecha han ido ocupando un espacio cada vez más amplio en el terreno electoral en varios países.
El fenómeno de Trump se replica. Tal es el caso de Brasil, donde un candidato de extrema derecha, Jair Bolsonaro, con un discurso incendiario, militarista, abiertamente clasista, homófobo y sexista dominó ampliamente la contienda presidencial.
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Otro ejemplo es el resultado de las recientes elecciones en Colombia, donde la derecha política, encabezada por el novel político Iván Duque, apadrinado, a su vez, por el expresidente Álvaro Uribe, dominó ampliamente la contienda con un acérrimo discurso neoliberal y en oposición al acuerdo de paz con las FARC.
La misma experiencia política la vimos en Chile, donde Sebastián Piñera, representante político de la derecha, se adjudicó la victoria electoral imponiéndose al proyecto que encaraban las fuerzas progresistas chilenas.
Los resultados electorales de los últimos años evidencian que los sectores derechistas, conservadores y neoliberales han comenzado a ocupar el mapa americano. Ejemplo de ello son las victorias reportadas en Argentina con Mauricio Macri o lo acontecido en Perú, bajo la tutela de Pedro Pablo Kuczynski, quien tuvo que renunciar a su cargo el pasado mes de marzo tras serias imputaciones de corrupción.
La situación de Ecuador también preocupa, luego de que el expresidente Rafael Correa, quien impulsó reformas sociales significativas, perdiera una elección plebiscitaria y quedara impedido de por vida a ser candidato a la dirección de su país.
Salvo el caso de México, donde el candidato de izquierda Manuel López Obrador venció en las urnas hace unos meses, las fuerzas progresistas y de izquierda parecen menguarse. Eso sin mencionar la crisis por la que atraviesan Gobiernos como Venezuela y Nicaragua.
En Europa, el panorama es similar. El discurso de la extrema derecha asume terreno en Suecia, Dinamarca, Francia, Holanda y Alemania, al capitalizar la frustración social que resulta del deterioro de las condiciones de vida, en particular del empobrecimiento de las clases medias. Se ha visto crecer en esos países un discurso nacionalista que, entre otras cosas, acusa a los inmigrantes de todos los males sociales.
Hay quienes señalan que esa oleada xenófoba, reaccionaria y neoliberal responde a que los sectores de derecha respondieron mejor a los cambios en el mundo mediante un mensaje rudo contra los emigrantes, modelos económicos neoliberales y políticas cada vez más punitivas, que ponen en riesgo la democracia y la estabilidad social.
Ante esto, los movimientos de izquierda se muestran frágiles; han reducido su impacto en medio de la vorágine conservadora; han menguado su presencia en el debate público; y han restado fuerza en el cuadrilátero político.
Nadie duda de que los sectores progresistas enfrentan nuevos retos. Son tiempos de reinventarse, de mirarlo todo, desechar lo que no funciona y emprender nuevos caminos a favor de la justicia, la democracia y la igualdad, porque, como bien dijo Antonio Gramsci: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.