En el quehacer de la política partidista puertorriqueña, todos los días vemos un despliegue de ridiculez, insólitas cantinfladas y mucho populismo de panfleto. Los protagonistas son políticos de carrera que buscan agenciarse un lugar en el centro del espectáculo mediático que mantiene absorto a una buena parte de la población.
Políticos, en muchos casos inescrupulosos, que supeditan el juicio y la razón a la carrera del rating radial, televisivo y de las redes sociales. Y lo hacen cediendo al ardor de la necedad, como, por ejemplo, difundiendo videos por redes sociales bailando y cantando reguetón, corriendo en un parque tras un balón de fútbol, luciendo ser pueblerinos al tomar como vacilón la complejidad que vive el país y, como presenciamos más recientemente, ridiculizándose en actos de comedia televisiva. Es un triste espectáculo político en el que todo se vale a cambio de ganar notoriedad.
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Cierto es que hay un público que se deleita con ese despliegue de banalidad, que se asemeja mucho a los temas que hacen noticia y arrancan titulares en el mundo de la farándula.
Por eso, a muchos políticos les atrae la idea de ser parte de la oferta que sirve el mercado del entretenimiento local, la mercadotecnia, procurando hacer cualquier cosa para agenciarse un titular noticioso, como presentar medidas legislativas grotescas hasta llenar de ruido y nimiedades las redes sociales.
Lo lamentable es que, en momentos en que el país urge de una reflexión seria sobre su futuro político, económico y social, la faena de muchos políticos degrada el oficio de la política con acciones funestas marcadas por estrategias dirigidas a captar fácilmente la atención popular, y en las que el gran ausente es el pensamiento agudo, racional e inteligente.
Es lo que Byung-Chul Han, filósofo y ensayista surcoreano, experto en estudios culturales, denominó la teatrocracia al aproximarse a la necesidad de los políticos de hacerse presentes en los privilegiados escenarios televisivos y de redes sociales.
Sobre la teatrocracia, dice Byung-Chul Han, que “es la búsqueda obsesiva de audiencias emotivas por parte de la política (o de su sucedáneo: la tertulia, vivero actual de políticos), el abuso del medio televisivo y la ruidosa batalla diaria en las redes sociales. Un exceso que confina a la política en la prisión del teatro… ha llevado a la política en una única dirección: solo a complacer las emociones”.
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En Puerto Rico, como en muchas otras partes del mundo, y en particular Estados Unidos, la teatrocracia se impone sobre los argumentos y propuestas para atraer la atención de la opinión pública y, por consiguiente, conquistar electores. Podríamos decir que Donald Trump es el ejemplo más elocuente.
Mas no estamos ante un fenómeno nuevo en la comunicación política, pero es alarmante la forma en que ha ido expandiéndose, al extremo de llevarnos a presenciar actos ridículos y bochornosos, como ocurrió esta semana con la infausta comparecencia de la presidenta interina del Partido Popular Democrático, representante Brenda López de Ararrás, en un programa de entretenimiento televisivo.
Nada justifica la chiquillada de la líder del pepedé. Y que conste, no se trata de verter sobre sus actos un juicio moral ni presumir de exigir normas puritanas para el ejercicio de la política. Estipulamos que no hay nada malo en que un político procure aumentar su nivel de popularidad haciéndose disponible para participar en cuanto programa existe. Lo patético es cuando cada comparecencia subordina el rigor del quehacer político a las normas y necesidades que dicta el mundo del entretenimiento y el espectáculo. Entonces, la política se luce como tragedia, drama o comedia.
Es también terrible cuando los políticos ignoran el daño que provocan esos actos superficiales sobre un amplio segmento de la población que exige más de sus funcionarios electos. Ahí, por ejemplo, estriba la apatía y el desdén que vemos a diario en muchos sectores del país, en especial los más jóvenes.
Claro, hay quienes aplauden cada actuación de sus políticos, por más burlesca que sea; hay quienes se complacen con que sus políticos se luzcan como personajes de farándula. A esos se les escapa que, cuando cae el telón, el escenario queda oscuro y quien pierde es el país.
Por eso es importante subrayar que, en la política, hay unos valores que no deben perderse. Valores que no pueden venderse a cualquier precio a costa de colocarse en el top of mind de la opinión pública. Exijamos una política bien actuada y rechacemos la actuación de los políticos.