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Esa bellísima idea que es Puerto Rico

Lea la columna de Armando Valdés

En ese momento de gran idealismo y solidaridad que embargó al país luego de la devastación del huracán, escribí la columna que reproduzco a continuación. Aunque siento profundamente estas palabras, releerlas, luego de todo lo que ha pasado —la corrupción destapada con el contrato de Whitefish, la pusilanimidad de funcionarios puertorriqueños ante los insultos de Washington, un esquema concertado para encubrir el costo humano de la tormenta, el “lienzo en blanco” del gobernador y las visiones utópicas de los cryptobros— me cuestiono si fui ingenuo al pensar que se podría encaminar un nuevo país. Desde arriba, claramente no sucederá. Mantengo mi esperanza en las comunidades y su liderato, y a ellos y ellas, a un año de María les vuelvo a dedicar estas palabras.

Puerto Rico es mucho más que una isla en el Caribe. Es una idea y un ideal. Es una emoción que albergamos en el alma quienes fuimos bendecidos con pisar esta tierra. Es algo que sienten extranjeros que vienen aquí y se hacen boricuas. Lo sienten también quienes, a pesar de nunca haber estado en nuestra islita, tienen padres, abuelos o bisabuelos que les hacen cuentos de su patria natal y que enarbolan con orgullo nuestra bandera. Puerto Rico es más de 8 millones de personas: 3.5 millones aquí y 5 millones allá.

La fuerza destructiva del huracán María derrumbó edificios, tumbó líneas eléctricas y torres de comunicación, y desarticuló nuestro sistema económico. Aun así, nada puede contra una idea; nada puede contra un ideal. Puerto Rico no se levantará; nunca se cayó. Dicho esto, el éxito de nuestro país, y su continuada supervivencia, requerirá que repensemos elementos fundamentales de nuestra sociedad.

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Como una olla que se destapa para revelar un arroz quemado, los árboles desnudos han vuelto a dejar al descubierto la realidad de la pobreza en nuestro entorno. En carne propia, he visto como, aun en San Juan, hay gente que vive peligrosamente al borde de la precariedad. En las pasadas tres semanas, junto a un grupo extraordinario de voluntarios, he visitado más de 50 égidas y hogares de envejecientes en la capital. En los primeros días luego del temporal, la gente humilde que construyó este país me hablaba de lo que carecían. Abandonados por familiares y por la suerte, pasaban hambre —sin saber decirme cuándo habían comido por última vez—, sed y múltiples padecimientos de salud. 

Lo que para los más jóvenes y más aventajados es un proceso de adaptación difícil, pero no imposible, es para los más vulnerables un suplicio. La combinación es tóxica. La fila del banco, la fila del supermercado y la fila para el combustible. La falta de ahorros, el colapso de los sistemas electrónicos de pago, entre ellos el que le permite a 1.3 millones de beneficiarios del PAN adquirir alimentos, y el silencio de un línea telefónica sin tono.

Las vicisitudes en el campo son mayores. Lo poco que hemos podido ver quienes vivimos ajenos a nuestra propia historia ante el vacío dejado por la televisión y los medios sociales son escenas de horror. La falta de agua, la inseguridad y la imposibilidad de obtener artículos de primera necesidad se amplifican ante las complicaciones de transportación y el aislamiento de muchas comunidades rurales.

La catástrofe, inmensa e implacable, comenzó como un desastre nacional; hoy, se reduce a millones de tragedias individuales. Evitar que se conviertan en relatos fatales —salvar vidas — debe ser hoy la prioridad del Gobierno a todo nivel.

En el mañana, nos tocará reconstruir este país, o quizá sea más correcto decir construirlo nuevo. No quiero usar el cliché de la oportunidad; siento que es insensible para quien todavía hoy vive en la penuria. Pero sí es cierto que hay que utilizar esta coyuntura sabiamente, no meramente para rehacer lo deshecho —o sea, para reproducir los errores del pasado—, sino para hacer un país que nunca más pueda ser arrodillado por el infortunio.

Tenemos que movernos hacia la autosuficiencia individual y colectiva, a la misma vez que desarrollamos redes de apoyo y de solidaridad para el más necesitado. Tenemos que combatir la pobreza promoviendo el trabajo, el ahorro, el sacrificio y el empresarismo. Tenemos que desarrollar una nueva institucionalidad pública y privada, que sea más funcional, honesta y transparente. Tenemos que preparar al país para el cambio climático, con el potencial para un mayor número de tormentas y de mayor intensidad, extremos en las temperaturas, y mareas más altas. Y hace falta también repensar los asentamientos poblacionales. La ciudad se ha mostrado más adaptable y capaz de aguantar el embate de la naturaleza; repoblarla es una alternativa para darles hogares dignos a miles de desamparados.

En fin, nos hace falta imaginar un país nuevo. Un país, un gobierno, un sistema económico, una infraestructura que sean tan resilientes como esa bellísima idea que es Puerto Rico.

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