No hay vuelta atrás. El contacto físico, para esta generación y otras, pronto será cosa de antaño.
WhatsApp llegó para quedarse —aunque evolucione y cambie de nombre—, para recoger nuestra historia y encriptarla.
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Claro, que eso depende de qué edades aproximadas estamos hablando. Me parece que, desde los adolescentes y extendiendo el renglón hasta los cuarentones como yo, hemos decidido no hablar mucho, no llamarnos mucho, no escucharnos mucho y simplificar nuestras vidas dirigiéndonos a un grupo de WhatsApp.
Les tengo un poco de repelillo. Me siento algo como en una relación de amor y odio, de necesidad de ser práctica y de obligación a pertenecer para no caer mal.
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Hay ocasiones en que lo veo con ternura. Por ejemplo, mis hermanas y yo somos súper unidas, siempre estamos buscándonos, siempre estamos inventando. Nos compartimos desde el “buenos días” hasta lo que nos ponemos para vestir o el tapón en el que estamos… Vivimos relativamente lejos unas de otras, así que tenemos un chat.
Ese chat nos simplificó la comunicación y le quitó un dolor de cabeza a nuestros maridos que, a partir de las 8 de la noche, sin falta, escuchaban el sonido incesante de nuestros mensajes de texto que incluía el resumen del día por terminar, el resumen de las expectativas del día siguiente, comentarios random sobre la serie que devoramos en Netflix y una explícita descripción del nivel de cansancio que nos aqueja.
#MisHermanitas ha sido un éxito. Soy, probablemente, la que menos participa. Suelo desconectarme temprano en la noche porque duermo mal y trato de despejarme lo más que puedo, tanto de los electrónicos como de los sonidos estruendosos de cualquier cosa. (No tiene que ver una cosa con la otra. De las tres hermanas, posiblemente, la más estruendosa soy yo). Más o menos a las 9 p. m., cualquier cosa que usted me quiera comunicar se va a ir en un gran coqui mode, y no lo veo ni aún en mi eterno insomnio. Trato de no verlo ni por casualidad a menos que tenga algo pendiente. Eso sí, a las 5 de la mañana se activa la máquina de respuesta. (Y ahí todos me dan coqui mode a mí).
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Tengo un par de chats de trabajo. No me encantan, pero entiendo que son más prácticos que las llamadas y menos inconvenientes que la constante revisadera del e-mail. Es una carga pesada, sin duda. Al entrar en un chat de trabajo, sobre todo si el jefe es participante, sabes que tienes un par de horas adicionales de trabajo al día, una especie de overtime que, aunque práctico, no se paga. La esclavitud moderna. En ese tipo de chat de trabajo están los formales, en los que única y exclusivamente se habla de trabajo, y las guías predeterminadas establecen que todo otro tema es impropio e impertinente. Y están los más casuales, en los que, entre asunto y asunto, se cuela un meme. El primero me gusta. Callo y me informo hasta que tenga algo que aportar. En el segundo, la tentación de comentar es más grande. Así que, de un tiempo a esta parte, callo, me informo y me río en silencio. Hasta que tenga algo que aportar.
Hay unos chats que son más de temer. Por ejemplo, los de mamás de compañeritos de los nenes en la escuela, los de grupos de salón hogar y los de la comunidad. Esos son fuertes y, en mi lingo, me ponen mal. La odisea comienza con la inclusión en el grupo. Si no te preguntaron antes, te chavaste. Si te preguntan, también te chavaste. Porque, ¿quién se atreve a decirle a una maestra de salón hogar que no le interesa ser parte de chat? Yo no. Y si te piden permiso, ¿qué le dices, no? I don’t think so.
Pero como si esa agonía no fuera mucha, la parte más del cará’ es una vez estás DENTRO del chat. Tienes la alternativa de ser líder, de contestar y comentar todo, de ignorarlos o de sufrir en silencio. Está fuerte ser la mamá o la vecina que left the group. Después llegas al colegio con gafas de JLo o vas al buzón del vecindario con gorra de pelotero.
Aleluya, que existe el botón de mute, en mi cultura un poco heavy de activar, porque la conciencia opera más que un botón de aplicación. Pero es la que hay. La vida es un tren de madre. ¿Nos montamos o le damos mute?