Ayer empezaron las clases en las escuelas públicas del país y, con ellas, una mezcla de esperanza e incertidumbre para miles de familias puertorriqueñas. Incertidumbre porque el sistema de enseñanza pública es una complicada madeja donde a un niño le puede tocar una profesora excelente que le abre el pensamiento o un mediocre sin vocación que se ausenta a menudo. Ruleta rusa. Esperanza porque los padres que tienen a sus hijos en escuelas públicas apuestan, contra muchos pronósticos, a que la educación provista por el Estado los llevará a una vida de éxitos —o, al menos, estabilidad— a la cual casi todos aspiramos. La educación —lo decía Malcolm X— es el pasaporte al futuro, porque el mañana les pertenece a aquellos que se preparan.
El inicio de este año escolar es distinto. Y no solo por los vagones, el cierre de escuelas o la merma estudiantil. También por el inicio de un experimento educativo en Puerto Rico que, en el balance, será positivo: las escuelas chárteres. El Tribunal Supremo de Puerto Rico hizo lo correcto al aprobar en votación 5-3 la validez constitucional de este nuevo modelo educativo, en el cual organizaciones no gubernamentales (ONG) avaladas por el Departamento de Educación administrarán ciertas escuelas cuyo desempeño haya sido pobre.
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Las escuelas seguirán siendo del Estado, pero las ONG las administrarán por cinco años, y de ese modo, saldrán de la burocracia e ineficiencia histórica del Departamento de Educación. Es hora de intentar algo distinto si reconocemos que, como sociedad, no estamos conformes con el sistema actual. Se trata nada más y nada menos que de atender la disparidad entre la educación que se les ofrece a los niños cuyos padres tienen dinero y la que se les ofrece a muchos niños en comunidades pobres. No es justo que el futuro de un puertorriqueño se decida, en gran medida, a base de dónde comenzó a estudiar, sin prerrogativa propia, cuando tenía 11 o 12 años.
El juez Luis Estrella Martínez lo explicó sucintamente: “Voto por no mantener como rehenes a los niños y niñas de Educación Especial, a los atletas, los pobres o los estudiantes dotados en un sistema de educación que, por décadas, ha demostrado su incapacidad para satisfacerles plenamente su derecho fundamental a la educación. Negarles a esos niños y niñas que puedan maximizar su derecho fundamental a la educación sería sostener una especie de apartheid educativo”. Vivimos un apartheid educativo en Puerto Rico. Un muchacho con padres acomodados o de clase media puede acceder a una educación de mayores recursos que el que viene de más abajo. Las chárteres, en cambio, pretenden nivelar el juego. Curiosamente, muchos de los que se oponen a las chárteres estudiaron en los mejores colegios de Puerto Rico y enviarán a sus hijos a alguno de ellos. Y, lo que es peor, además pretenden hablar por aquellos que no tienen los recursos para enviar a sus hijos a colegios.
Las chárteres son una aproximación, aunque imperfecta, a la justicia social; no son sinónimo de igualdad, pero sí de una oportunidad para acceder a ella. Y son, si todo sale bien, el inicio del fin de décadas de negligencia del Estado con la educación de los más pobres.