Las probabilidades de que el Tribunal de Estados Unidos para el Distrito de Puerto Rico desestimara las demandas presentadas por el gobernador y los presidentes de las Cámaras Legislativas, en las que reclamaban que la Junta de Control Fiscal, nombrada por el Congreso federal a raíz de la aprobación de la Ley Promesa, se estaba excediendo en sus poderes, eran altas.
Era muy difícil lograr que un tribunal federal en la isla estableciera límites a las acciones de la Junta cuando, desde la óptica de quienes ostentan el poder, se ponía en juego la autoridad que ejerce desde 1898 el Gobierno estadounidense sobre los puertorriqueños. Iluso era pensar que los problemas que emanan de una relación política marcada por la desigualdad y la subordinación fueran resueltos en un dictamen judicial desde una corte en la colonia.
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Por eso, era de esperar que, al momento de dirimir las demandas de los representantes del Gobierno de Puerto Rico, en su conciencia, la jueza Taylor Swain tuviese de referencia la determinación política que, a principios del siglo pasado, tomó el Tribunal Supremo de Estados Unidos en relación con los casos insulares, en la que resolvió los límites de los derechos constitucionales que amparan a los ciudadanos de territorios no incorporados.
De ahí emana todo el debate de la cláusula territorial, la forma en que el Gobierno estadounidense ejerce su poder sobre los territorios de forma antidemocrática y violentando principios elementales al derecho de autodeterminación de los pueblos.
Del mismo modo, Swain debió tener presente, y vale la pena recordar este punto, que la intervención de la Junta en los asuntos públicos y fiscales del país fue resultado del cabildeo agresivo de un exgobernador y un excomisionado residente en Washington. Ambos —el primero representando al Partido Popular Democrático, Alejandro García Padilla, y el segundo al oficialista Partido Nuevo Progresista, Pedro Pierluisi Urrutia— fueron donde el amo americano para rogarle que metiera la mano en la gestión gubernamental y nos trazaran el camino hacia la “recuperación”.
Ahora, el efecto neto de la decisión que ha señalado la jueza Swain valida, una vez más, los poderes que, arbitrariamente, ejerce sobre Puerto Rico el Gobierno estadounidense. La ecuación es sencilla: el asunto es político y así es que debe enfrentarse.
A partir de ahora, queda claro que, tras este dictamen, los siete miembros de la Junta, nombrados a dedo por el Congreso federal, se adscriben toda la autoridad para indicarles a sus súbditos gobernantes isleños cómo se manejará la política pública nacional. Las implicaciones de lo que nos ha caído encima, y lo que falta por llegar, rebasan la aprobación de un presupuesto anual.
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Así lo indicó la jueza federal al precisar en su opinión que “la autoridad poderosa para hacer ciertas determinaciones de política importantes (en Puerto Rico) descansan en última instancia en la Junta”.
Lo que ha hecho el tribunal federal reduce el margen de acción del gobernante. Con estos vientos, estamos frente a una dictadura revestida de tonos apacibles y con un séquito de defensores repartidos en los medios informativos que defienden a brazo partido su existencia afirmando, entre otras cosas, que sin su presencia el país estaría en la bancarrota total y sin posibilidades de salir a flote.
¿Qué nos queda ahora? Cierto es que hay un problema fiscal serio que se tiene que resolver y que emana de las malas administraciones gubernamentales que han regentado al país en las pasadas décadas. El endeudamiento excesivo al que nos llevaron tiene responsables con nombres y apellidos.
Mas la solución no puede estar en manos de un cuerpo ajeno e impuesto que no representa los mejores intereses de los puertorriqueños y que, peor aún, no siente ninguna afinidad con las necesidades, sentires y pesares de nuestra ciudadanía.
La respuesta tiene que venir del propio pueblo, pero para eso tiene que resolverse el dilema de la ausencia de poderes políticos que nos limita la toma de decisiones. Nadie puede resolver un problema con las manos atadas, y esa es la situación del país.
La colonia nos encadena y nos impide buscar soluciones para atender nuestras crisis. Pensemos, por ejemplo, en la Ley de Quiebra Criolla que aprobó la pasada administración de gobierno y que, pudiendo haber sido una alternativa para comenzar a trabajar con nuestra deuda pública, fue denegada de un plumazo por el Gobierno de Estados Unidos.
Que la soberanía no es la solución mágica para resolver nuestros problemas, pudiera ser. Pero lo que sí sabemos es que el estatus actual no provee herramientas para encaminar nuestro futuro. Por culpa de este limbo colonial es que tenemos hoy una Junta de Control Fiscal y una jueza federal decidiendo nuestro rumbo. Por ser colonia es que nos toca vivir con un Gobierno simbólico.