Eran solo las 8:25 de la noche del jueves. La escena transcurrió en la habitación 534 del quinto piso del hospital HIMA San Pablo, en Caguas, donde yacía convaleciendo un sujeto de 33 años y quien era custodiado por su madre.
De pronto, un misterioso individuo entró en calma en el cuarto, desenfundó un arma y detonó una docena de disparos contra el infortunado, que debieron haber sonado con estridencia. Nadie, sin embargo, parece haber escuchado nada, aunque parezca increíble.
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Sin misericordia, el victimario salió de la habitación luego de acribillar a su objetivo, recorrió lentamente los gélidos pasillos de la institución hospitalaria y abandonó el lugar.
Al instante no hubo arrestos. Nadie vio al sicario. Su paso por el hospital solo dejó una estela de su rostro grabada en algunas de las cámaras de seguridad. Por eso se supo que se trataba de un individuo de tez trigueña, baja estatura, pelo abultado y que vestía mahón azul, camisa roja y abrigo gris.
El incidente, sin embargo, imprimió un sabor a desafío, a jactancia. Fue un asesinato más que se suma a la lista de los caídos en esta guerra sin cuartel que nos abate y que colma de tinta roja los titulares noticiosos. Un asesinato más que lacera el clima social del país.
Y es que la violencia nos secuestra. A cualquier hora y en cualquier lugar podemos ser testigos, o víctimas, de una actividad violenta. Lo alarmante, en esta ocasión, es que haya ocurrido en la habitación de un hospital. Algo inusual en la cartografía de delitos que se cometen en la isla.
Este asesinato, como otros tantos que ocurren a diario, revelan que algo anda mal y que, por consiguiente, el Estado sigue sin abordar correctamente el problema de la violencia callejera y la criminalidad porque el resultado de sus acciones es, a todas luces, sombrío y desarticulado, aunque las autoridades policiacas fanfarroneen mostrando estadísticas que presumen una reducción de los delitos.
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Lo más terrible es que con estos asesinatos también se lastima la productividad, el capital social y la confianza ciudadana en las instituciones públicas. Aunque aún haya quien quiera obviarlo y opte pasar de desentendido, nadie puede negar que la delincuencia desalienta nuestra actividad económica, afecta el clima de inversiones y es un detonante que impulsa a los puertorriqueños a emigrar.
La continua actividad criminal del país también provoca que los lazos de nuestra convivencia ciudadana vayan deshilándose. Mientras un sector, aquel que transcurre inmerso en la actividad criminal, pierde los escrúpulos y se lanza a una guerra fratricida, asesinando gente a mansalva sin consideraciones y en medio de una guerra desdichada que no hace más que sumar daños colaterales.
Lo peor es que mucha gente percibe esta escena criminal como una situación incontrolable. Una guerra sin rumbo ni fin que va desintegrando nuestra estructura social y ante la cual los últimos Gobiernos no han sido capaces de mostrar un plan de atención urgente.
Ejecuciones, disparos, batallas continuas en nuestras calles, ríos de dinero contaminando la vida pública y, ahora, un asesinato en un hospital.
El país se hunde entre una economía informal que crece vertiginosamente, un Estado ahogado en deudas, una crisis social y económica apabullante y un acelerado ritmo de vida que nos nubla la vista de aquellas cosas verdaderamente importantes.
Mas, como sabemos, la situación no se resuelve con el recrudecimiento del Estado policial. Este es un problema que requiere mucho más que balas, patrullas, cámaras de seguridad, armas y chalecos; es un asunto que amerita el examen serio de las condiciones estructurales de nuestra sociedad para diseñar estrategias que vayan directo a las raíces del problema.
Se trata de comenzar a preguntarnos con seriedad qué hace que el mundo de la violencia se haya convertido en un atractivo tan persuasivo para sectores de nuestra población, en particular para los más jóvenes.
No hay dudas de que una buena parte del problema se centra en el empobrecimiento acelerado de nuestra sociedad, unida a la ausencia de opciones para que la ciudadanía mejore sus condiciones de vida.
Sumémosle a la ecuación la creciente brecha de desigualdad consecuencia de un modelo económico que apuesta al enriquecimiento de unos pocos; el desmantelamiento de las prestaciones sociales; la corrupción; el desmembramiento del mercado laboral y la ausencia de un verdadero y efectivo proyecto educativo.
Son condiciones que ensanchan el acceso a las drogas y las armas mientras convierten la delincuencia organizada en alternativa para quienes su único capital es la capacidad de vender su riesgo, tal y como hizo el pasado jueves el sujeto que irrumpió en un hospital para ejecutar a su víctima.