Criar es suficientemente duro como para tener que compartir la tarea con medio mundo.
Uno siempre quiere escuchar consejos, hacerse disponible para aprender, preguntar, porque no se sabe todo, pero nadie sabe con certeza qué es lo que hay en la olla, a menos que la menee.
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Muchas veces, he escuchado a gente decirle a mi hijo, frente a mí: “Dile a tu mamá”… esto o lo otro”, como si yo no estuviera al lado suyo y no me lo pudieran decir a mí directamente. Lo hacen de buena fe, y siendo frente a mí, yo elijo si lo desautorizo o lo confirmo, frente a ellos. No está mal, sobre todo yo, que al haber hecho partícipe de mi alegría de maternidad a tanta gente, aquí y en el mundo, debo tener el cuero más duro.
Pero uno comparte la experiencia para compartir la felicidad y, a veces, la frustración. Y se está supuestamente abierto a las críticas constructivas, a las sugerencias y a las recomendaciones. Personalmente, siempre ando en busca de recomendaciones porque no me considero ser madura del todo en la tarea de ser mamá. A veces, pienso que es por haber adoptado a un niño grande, por no vivir los procesos naturales por completo, así que estoy ávida de aprender. Luego pienso que muchas madres nunca alcanzan esa llamada madurez o no se sienten jamás así.
Ayer yo andaba furiosa porque una persona le dijo a mi hijo que la comida de un restaurante de comida rápida eran desechos de cerdo, y mi hijo, tan creativo y tan literal, se pasó dos días vomitando de la impresión. Pensé que eran changuerías. Hasta que me explicó que le habían dicho, más o menos en las siguientes palabras: “Dile a tu mamá que no te alimente de ahí, que todos ahora quieren pasar poco trabajo y les dan a sus hijos esos desechos de cerdo y de cartón”.
Primero, desechos de cerdo y de cartón… Innecesario el comentario que no pudo fundamentar, excepto para fastidiar todos mis esfuerzos de última hora y de mujer de prisa. Segundo, ningún “dile a tu mamá”. Dímelo tú. Y tercero, quién es ese desconocido para decirle a mi hijo que ahora nadie quiere pasar trabajo, es decir, yo. Mi pana, yo, que me paso los domingos cocinando y congelando, cocinando y congelando, como mujer trabajadora que soy y que no quiero que a mi hijo lo críe ni lo alimente un fast food; que he sabido levantarme a las 4 de la mañana para majar papas, para hervir, para hornear. Really?
Este parecería un ejemplo bobo, y mucha gente encontrará valor a la recomendación llena de morbo del desconocido. Pensarán que, gracias a Dios, apareció una persona responsable que lo enseñe a comer —siempre juzgando— y que soy yo la que está mal. El problema es que el desconocido no conoce mi trasfondo, no conoce los esfuerzos familiares de comer lindo y saludable, no conoce las razones por las que ese día tuve que comprarle comida de un fast food tan temprano en el día, no conoce de la responsabilidad brutal de su padre y mía en su proceso de crecimiento. No, a su juicio, somos dos irresponsables.
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Cuando mi hijo me lo dijo, mi reacción fue ponerme colorá’ a punto de llanto. Y cuando me preguntó qué me pasaba le dije que esa persona, si quería, era bienvenida a hacerle quinoa con claras de huevo y setas salvajes todas las mañanas a mi casa. Su respuesta fue: “Mami, ¿qué es quinoa?”
Realmente, los padres, en el proceso de crianza, nunca estamos tan abiertos a la crítica completa.
Los procesos de crianza son complicados, y hay opiniones no bienvenidas. De hecho, hay muchas opiniones cargadas de prejuicios, en aspectos mucho más fundamentales y mucho más graves. Por ahí te meten el odio a los gays, el odio a los negros, el odio a los creyentes religiosos, el odio a los no creyentes religiosos, el odio a los extranjeros. Todos esos los he vivido en persona y me alegra estar presente para aclarar esa mente en desarrollo. Son prejuicios peores que los desechos de cerdo y de cartón.