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Las guías que sigo durante el Mundial

Llegó la época del Mundial de la FIFA y en mi casa se respira tensión, bastante disimulada, por cierto, de parte de mi esposo, oriundo de Argentina, que es el fanático original de la mini ganga.

Antes de conocer a mi esposo jamás vi un Mundial, y para mí que esas patadas se daban solo en Olimpiadas. Pero al conocerlo a él, empecé a disfrutarme el juego e, incluso, añorar ir a la cancha, ese rito sagrado-dominguero de mucho futbolero, solo que en Puerto Rico eso es imposible. Pero este es mi tercer Mundial y me lo he cogido bien en serio.

Ser argentino en estos días es un estrés porque todos se creen que están hablando con Messi, y te espetan las diatribas pro-Messi y anti-Messi casi como si fueran tu culpa, agita’os, en brote. Las tesis madrilistas, las tesis Barça, las pelas de quién es el mejor del mundo, de por qué no canta el himno, las comparaciones con Michael Jordan y con LeBron James, una pesadilla deportiva.

Aunque mi esposo es el argentino, yo soy la fiebrúa de la casa y la que mantiene el espíritu, posiblemente porque la mente de mi esposo está verdaderamente en el juego, en el nervio, en la procesión que vive el hincha por dentro, y yo estoy más pendiente al party alrededor del juego. De comprar la tele, de que todos tengamos camisas, de que estén limpias para cada partido, de comprar toda la memorabilia, de preparar el menú bonaerense y hasta de vestir a los perros.

Así que, con los años, he asumido ese rol sin que me instruyan nada. Cocino algo argentino —preferiblemente empanadas— el mismo día del juego, no antes, voy calentando el área, sacando banderas, viro el colchón y busco mi spot en el sofá, que será el mismo durante todo el Mundial. Se llama cábala, costumbres tipo amuleto que no se cambian.

Y, generalmente, veo el juego sola. Así como lo lee.

Me explico. Yo grito. Y mi esposo se pone nervioso. Así que me evita. Lo ve solo, en la misma casa, pero solo. En el pasado Mundial cometí el error de invitar dos veces a amigos a ver el juego en casa. Error. Primero, porque mi esposo no quiere que le hablen durante los partidos, o que le hagan preguntas técnicas o que le pregunten qué canta la hinchada, y luego de decirle lo que cantan, que se lo traduzca a puertorriqueño. Y segundo, aquí los fanáticos se dividen, y para un argentino es imposible comprender lealtades a Brasil o a España, como ocurre generalmente, y tolerar que digan su lista de preferencias “en caso de que…” En caso de que nada. El colmo es que ese fan de otro equipo esté en su sala, en su sofá, viendo su tele y comiendo mis empanadas.

Así que, para todos los que creen que mi esposo y yo nos sentamos a ver el juego  juntitos, tomando mate o Quilmes, o que celebramos un gol brindando con Malbec, wrong. Tan wrong como los que piensan que como huevos con trufa todas las mañanas porque él es chef. Wrong.

Es algo que he aprendido con el tiempo. Por ejemplo, el primer Mundial que mi esposo pasó en Puerto Rico, Argentina perdió ante Alemania. Ese día yo celebraba cada pateada, sin feedback de su parte, cada gol, sin feedback de su parte, y la derrota, sin feedback de su parte. Por lo menos es consistente. No feedback. At all. Su cara lo decía todo. He visto gente menos blanca que él caminando descalzos por un glaciar en la Patagonia. Y él, en pleno calor del verano caribeño, estaba blanco nivel fantasma, mirada perdida en la pantalla y a mí lo único que se me ocurrió fue ofrecerle un sobito. (Hello, sobito)

No olvido su cara en ese momento. Me marcó para siempre.

El Mundial de cada cuatro años es el highlight de cada futbolero y el momento en que se juegan todos sus sueños, personales y patrios. Por eso, yo lo vivo con pasión, porque sé lo que significa para él. Y no me molesta verlo sola o irrumpir en el cuarto a darle un besito sin explicación. Luego vuelvo frente a mi tele y me como mis empanadas, entre lágrimas o entre Malbec, depende cómo le vaya a los nenes en cancha. ¡Que viva el fútbol! Y de paso… ¡Aguante, Argentina!

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