“Sanar no quiere decir que nunca hubo daño. Quiere decir que el daño ya no controla nuestras vidas”. –Anónimo
Un aguacero torrencial me obligó a huir de la playa con unas amigas y terminamos en un negocio de pueblo, de esos que solo frecuentan los locales.
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Cerca de nosotras estaba un señor mayor bebiendo cervecitas mientras disimuladamente escuchaba lo que hablábamos. En varias ocasiones lo pillé con la mirada perdida y triste, como buscando entre dolores viejos.
No recuerdo de qué estábamos hablando cuando el hombre de repente nos hace esta pregunta: “¿Por qué será que ustedes las mujeres siempre buscan a sus padres y los varones no?” Y procedió a contarnos lo diferentes que eran las relaciones que tiene con su hija, quien a pesar de vivir fuera de Puerto Rico lo llama constantemente, y con su hijo, quien nunca lo procura a pesar de ser casi vecinos.
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Seguí preguntando y él siguió hablando. Nos contó como a su hijo hoy le va “muy bien”, pero para eso tuvo que darle unas buenas palizas cuando era adolescente porque no escuchaba consejos. Nos explicó como a él su papá también le pegaba para que aprendiera a hacer las cosas bien, y cómo, en una ocasión, hasta le rajó la cabeza con un palo de escoba. “Tal vez ahí está el problema” le dije. “¿Le ha dicho alguna vez a su hijo que se siente orgulloso de él?” Y ahí fue que se abrieron las compuertas. Ver a aquel hombre tan duro y seco llorar desconsoladamente frente a un grupo de extrañas me partió el alma. Me pregunto por cuánto tiempo habría tenido guardado en el pecho ese dolor.
Le dejé saber que nunca es tarde para sanar relaciones con quienes queremos y antes de irme le di un abrazo y le hice prometerme que iba a hablar con su hijo y decirle lo mucho que lo quería. No sé si lo hizo. Lo único que sé es que ese día soltó un poco la carga y pienso que, de alguna forma, todos salimos más livianos.