Amo las bodas. Me parecen un acto de amor, pero no de amor romántico de ese de telenovelas, sino de amor sabroso, de esos de entrega, compromiso real, en las buenas, en la abundancia, en el viaje a Europa… en las malas, en el desempleo, en la salud, en la enfermedad… hasta que, de verdad, la muerte nos separe.
Por eso sigo las bodas, ya sean mías o de mis amigos, con mucho amor y recelo, como el momento más hermoso de una relación. Tengo, de hecho, un récord impecable de match making, noviazgos y matrimonios concretados, y nótese que, de las mías, hablo en plural. Me gusta tanto casarme que me he casado dos veces con el amor de mi vida, y pienso casarme, por lo menos dos más, con él mismo. (Las primeras dos fueron a los 31 y a los 38. Las próximas quiero que sean a los 50 y a los 70. Ya me inventaré el rito).
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Habiendo confesado mi amor a estas cosas, no me queda más que hablar de la boda real. Advierto que lo único que sé de protocolo real me lo imprimió en el cerebro la cantidad de horas sin término preboda, en las que se analizó todo, faltando solo las caries de Meghan.
Mi esposo ya estaba harto de que yo consumiera tanta información pre boda real, al punto de que la noche antes, cuando pedí que me despertaran para ver el enlace en Windsor, mi hijo me dijo: “Mamá, es sábado y a las 5 de la mañana”. Le dije que no había problema. Cuando se lo dije a mi esposo, un insomne nocturno (de día y en fin de semana puede dormir 500 horas sin problemas, pero de 3 a 5 a. m. en la semana es fatal), me dijo que no se me ocurriera despertarlo para semejante evento. Mi hijo me dijo que contara con él, que me fuera a su cuarto. Que él jugaría PlayStation mientras yo suspiraba. Solidaridad menos cero.
Lo pensé bien y decidí que no habría alarma, que me despertaría a la hora que Dios me despertara y que dependería de las repeticiones. Me convencí pensando en que, para mis bodas, nunca me levanté antes de las 10 a. m. De hecho, para la última me levanté a esa hora, me fui a un masaje y luego, para pesadilla de la maquillista, me fui a coger sol a la playa, donde escribí mis votos. Al sol de hoy, ella no me lo perdona. Pensaba yo que, si para la mía me levanté a las 10, ¿por qué tenía que levantarme a las 5 para la de Meghan?
Me desperté a las 7:30 a. m. el día de la boda y, mientras trataba de abrir los ojos, mi esposo me dijo: “No se han casado”. “Prende la tele, please”, le dije. Casi inmediatamente los declararon marido y mujer. Me perdí toda la ceremonia, el desfile, la chulería.
Mientras mi esposo me llevaba al canal correcto, me conecté a Facebook y sentí un mundo surreal rodeándome. En este archipiélago caribeño, había gente conectada, a nivel de no dormir desde la noche antes. Había gente en todos los extremos llorando — o al menos eso decían en redes—, o gente criticando el traje, el maquillaje, el pelo, tripeándose a la reina, espantados o felices con el mundo norteamericano llevado a la realeza. Mulatos, como somos todos los boricuas, sacando memes de la negritud de Meghan, y supuestas feministas dándole forward al meme donde Meghan sonriendo dizque celebraba el hecho de no tener que coger un mapo o lavar un traste nunca más. Como si Meghan hubiera sido nadie antes de casarse con el colora’o, como si la nueva duquesa no fuera feminista/activista desde niña, como si hubiera, en la ceremonia, jurado obediencia, la que de hecho, obvió. Bien por ella.
Yo, medio rebelde al fin, no paré de pensar en Diana, la princesa del corazón de todos. Pa’ mí que ella tenía un party en su nueva morada y que celebraba al ritmo de “Des-pa-ci-to” el hecho de que su querendón, Harry, haya sido el instrumento de jorobar a la reina. Yo me imagino a Harry diciéndole a Lady Di: “Me caso. Es divorciada, mayor que yo, negra y, “oh, wait”, americana”. Y a Lady Di haciéndole fist bumps de complicidad, mientras en Puerto Rico un grupo de personas desconocidas y sin vínculo sanguíneo celebraba de manera surreal, en la alta alcurnia, con sombrero y Louis Vuitton, dormidos, muy dormidos, pero en boga, en un mundo de verdad que no es este.