En diciembre de 2017, el gobernador Ricardo Rosselló Nevares firmó varias enmiendas a leyes de incentivos contributivos dirigidas, en su mayoría, a inversionistas extranjeros que se mudan a Puerto Rico al amparo de la Ley 20 y 22.
La intención fue aumentar el número de elegibles a esos beneficios, disminuir el requisito de crear empleos y aumentar a $5,000 la aportación que los favorecidos con estas exenciones contributivas pueden otorgar a organizaciones sin fines de lucro.
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En aquel momento, el mandatario señaló que su expectativa al firmar esas enmiendas era que en cuatro años hubiese en Puerto Rico 10,000 empresas o empresarios con decretos relacionados con ambas leyes.
Sin embargo, desde que esas medidas fueron aprobadas no se conoce cuál ha sido el beneficio neto que ha recibido el país al propiciar una política pública dirigida a incentivar la mudanza de multimillonarios a la isla a cambio de grandes exenciones.
Lo que sí sabemos es que tanto la Ley de Reinversión de Capital de Puerto Rico (Ley 20-2014) como la Ley Para Incentivar el Traslado de Individuos Inversionistas a Puerto Rico (Ley 22-2012) están hechas a la medida de los intereses de magnates que han bautizado a nuestro archipiélago el Singapur del Caribe.
El debate sobre el impacto que tienen estas leyes cobra mayor importancia hoy, cuando el Gobierno ha anunciado que se dispone a presentar una revisión al Código de Incentivos. Hasta el momento, de lo poco que se ha informado oficialmente es que ese escrutinio procurará eliminar o reducir aquellas exenciones contributivas que, según los cálculos contables de funcionarios del Departamento de Desarrollo Económico y Comercio (DDEC), no ofrecen un retorno de inversión a las arcas públicas. Queda por definir, en tanto, cómo se computa ese retorno de inversión y a qué concretamente se refiere.
Ha trascendido que la formulación de un nuevo Código de Incentivos está relacionada con la propuesta de reforma contributiva que el Gobierno tiene que presentar ante la Asamblea Legislativa y que, a su vez, responde a una exigencia de la Junta de Control Fiscal. Los miembros del ente de control fiscal impuesto por el Congreso federal han reclamado una reducción de 50 por ciento a todos los incentivos contributivos que otorga el Gobierno. Esta petición no precisa cuáles subsidios volarán en pedazos o disminuirán.
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En cambio, una nota periodística difundida la pasada semana por el Centro de Periodismo Investigativo (CPI) alertó que el examen que hace el DDEC al Código de Incentivos se centra en recomendar la eliminación de subsidios a la agricultura y a la industria lechera, además de subvenciones concedidas al cine y a proyectos de energía renovables.
Nada se menciona de las exenciones que otorga la Ley 20 y 22 a millonarios inversores extranjeros que reciben atractivos estímulos para el crecimiento de su capital. Tampoco se habla de los subsidios que se brindan a las grandes corporaciones de capital foráneo que anualmente emigran ganancias ascendentes a $35 mil millones. Pero sí hay énfasis en golpear la muy lacerada actividad agrícola del país.
Según informó el CPI, el DDEC ha catalogado los subsidios a la agricultura como de los más perdidosos de nuestro andamiaje contributivo, aunque por la información que se ha divulgado no se ha presentado una explicación del Gobierno que explique en qué se basan para clasificarlos de esa manera.
Los incentivos agrícolas, recogidos en su mayoría en la Ley 225, permite que agricultores bona fide, ya sean empresas o individuos, puedan recibir exenciones en el pago de contribuciones a la propiedad mueble e inmueble, patentes municipales, ingresos y arbitrios. La intención es proveer de un mecanismo fiscal que incentive la actividad agraria, al tiempo que propicia el surgimiento de nuevos empresarios agrícolas y el fortalecimiento de los existentes.
Si hacemos una valoración justa, reconoceríamos que el país urge de mecanismos que fomenten nuestra actividad agrícola y que los subsidios que se les ofrecen a nuestros agricultores no pueden ser calculados bajo una fórmula rígida que pretenda un retorno de inversión de uno a uno, como sugieren los funcionarios del DDEC.
Hay que señalar, además, que, en el nuevo presupuesto presentado por el gobernador a la Junta, los agricultores del país están recibiendo un duro golpe con la reducción de $20 millones en el subsidio salarial que se les concede para el pago de trabajadores agrícolas, a tenor con lo dispuesto en la Ley 46 de 1989.
Es penoso y terrible que la política pública contributiva se dirija a hundir nuestra agricultura, en vez de propiciar su desarrollo, más cuando hay muchos otros subsidios inoficiosos que podrían eliminarse o reducirse
Pero lo peor es que mientras funcionarios gubernamentales se enfocan en apalear a nuestros agricultores, nadie quiere hablar de los millones en incentivos que el Gobierno otorga a empresas multinacionales como Monsanto, Pioneer Hi Bred y otras más que producen semillas transgénicas e híbridas.
Para subrayar la desigualdad, un informe del CPI calculó que entre 2006 y 2016 esas empresas se beneficiaron con $520 millones otorgados por los gobiernos de Aníbal Acevedo Vilá, Luis Fortuño y Alejandro García Padilla en tasas contributivas preferenciales, exenciones de impuestos, incentivos industriales y subsidios salariales.
Alguien debería explicar esa doble vara del Gobierno. Los agricultores del país no merecen ese trato injusto.