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Un ratito en el 'car wash'

Lea la opinión de Dennise Pérez

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Daría cualquier cosa por saber de carros lo mismo que sé de dietas. Al fin y al cabo, mi carro parece mi casa. En estos días, traté de calcular el tiempo que vivo metida en él a la semana y me dieron aproximadamente 20 horas. Como si tuviera un part time en Uber.

De ahí que, como muchas personas, mi carro es un lío de tres pares. Yo trato de mantenerlo al día, pero es imposible si vivo prácticamente ahí. Es una guagua de tamaño medio, que elegí por ser práctica y cómoda, pero sin complicaciones ni garambetas de esas que uno nunca sabe para qué sirven. No tiene cama porque no cabe, pero tiene todo lo que necesito para sobrevivir en casos de emergencia.

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Tengo agua para mí y para usted. Tengo snacks para mí y para usted. Tengo zapatos para mí y para cualquier otro size 7. Tengo un bulto de maquillajes. Tengo pantalones, camisas, accesorios, sombrillas (sí, leyó usted en plural), acetaminofén, hand sanitizers, medio millón de periódicos y un millón de servilletas.

La idea no fue pensada, pero se fue construyendo a base de la realidad de mi trabajo y de la locura que es ser madre. De ese modo, enfrento sin mucho problema los contratiempos y las urgencias del trabajo y de la maternidad, muchas de las cuales surgen cuando decido tomar el día libre y/o ando en tenis y sin maquillaje. Literal que he sabido virar de la puerta del gimnasio a engancharme todo lo que tengo guardado en la guagua para los llamados de emergencia. Y no parece.

El colmo es que, hasta el otro día —que no se entere nadie—, andaba con un generador eléctrico en el baúl, con sus respectivos aditamentos de mantenimiento, por razones que no vale la pena explicar.

Y llegó la hora de ir al car wash y al servicio de mantenimiento, algo que siempre postergo hasta la última milla porque me da pereza ordenar todo y encima justificarme ante el mecánico por tener todo eso en mi guagüita. “¡El dueño de la Toyota!”, escuché al hombre decir por el altavoz. Y ahí miré para todos lados y me moví con resignación donde el empleado que, desde ya, me miraba con ojos acusatorios como diciendo: “Señor amado, ¿por qué me tocó esto a mí?”

“Dama, le puse unas cositas en los lados y le boté lo demás. Espero que no haya problemas”, me dijo. Ehhhh, ejem. “Define cositas; define lo demás. Define cositas; define lo demás…” , repetía yo en mi mente casi en desesperación, pero sin decirle nada porque, muy dentro de mí, sé que casi nada de eso debería estar ahí, para una persona seminormal. Creo que él se dio cuenta de mi súbita angustia porque dejé caer mis hombros y me dirigí de prisa al zafacón más cercano a ver qué era lo demás que había botado sin consultar.

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Uno asumiría que lo demás es lo obvio que no funciona. Bueno, para el chico mi obvio no es su obvio… ¡Obvio! Así que, en su lista de “lo demás”, estaban, taránnnnn… los periódicos. Así mismo. El medio millón.

El hombre me miraba sin culpa alguna mientras yo me dirigía a coger las llaves de sus manos. “Jefa, cualquier cosa los consigue en Internet”. Ajá. Le dije que no se preocupara, que estaba bien, pero que esa era mi herramienta de trabajo, como buscando crearle yo una culpita, pero nada que ver. Me miró como si fuera una extraterrestre. Le aclaré que los periódicos en Internet, para mí existen solo para resolverme urgencias de trabajo, que soy old fashion para eso y que necesito bregar con el impreso.

Hay placeres bien extraños. El olor del periódico —junto al olor el café— es un placer para mí. Lo contrario es un punto com con decaf. Fo.

En el lado de unas cositas, el chico decidió dejar mis sobres con cuentas, con las cuales no necesito vivir, el bulto de ropa y todo lo demás, pero más organizado. Cuando le di la propina y me monté en la guagua sin periódicos, me sentí extraña, pero arranqué. Antes de caer en la vía principal y sin que me diera break a respirar el aire sin olor a periódico, el hombre me dio un par de golpes en la puerta trasera de la guagua, y lo busqué en el retrovisor con la esperanza de que me trajera los periódicos. Pero no. Era un zapato cobrizo que se le cayó al abrir la puerta. No quería que me quedara descalza. Solo quería salir de mis periódicos.

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