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Culpa de la prensa

Lea la opinión de Julio Rivera Saniel

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Todo apuntaba a que la historia se repetiría. Después de todo, en los 20 años en los que he tenido el privilegio de ejercer el periodismo, el debate ha surgido siempre que las circunstancias lo propician; ¿Qué convierte en “bueno” o “malo” el trabajo de los periodistas en el contexto de su trabajo como “reporteros”? Un trabajo con características particulares que no son las esperadas en otros contextos (como los del periodismo de opinión o de investigación, por mencionar un par). Y el Primero de Mayo la mesa estaba servida. Para mí estaba claro que la prensa —si hacía el trabajo que corresponde— sería el objeto de las culpas y la ira de aquellos que, aunque aseguran exigir un trabajo “periodístico de altura”, en realidad buscan voces que le arrimen la brasa a su sardina. 

Se trataba de un escenario contencioso, polarizante. Por un lado,  el Gobierno; también ese otro gobierno, el impuesto, el de la Junta de Control Fiscal. Por otro, los manifestantes, una masa tan amplia como diversa en sus posturas, estilos y razones para protestar. Las manifestaciones comenzaron desde temprano y allí, como de costumbre, los reporteros se ubicaban en primera fila. Allí estaban esos obreros del periodismo, cuya labor es narrar en detalle todos y cada uno de los hechos que ocurren ante su presencia. Todos.

Siempre haciéndose valer de los recursos a su alcance y en el contexto condicionado por los hechos en sí mismos. Así que, durante todo el día, ejerciendo sus funciones, los reporteros narraron lo que ocurría. Contaron al país sobre el comienzo de las múltiples manifestaciones. Narraron, porque lo vieron durante horas, el inicio armonioso de mensajes vigorosos y firmes contra las políticas promovidas por la junta fiscal.

Una vez el día avanzaba, los reporteros contaron sobre el final de una y otra de las manifestaciones, pero también sobre el final violento del tramo correspondiente a la Milla de Oro. Gracias  a las voces y las imágenes de reporteros y fotoperiodistas, el país siguió el asunto en detalle. Supo de los argumentos de manifestantes y la oficialidad. Supo de las negociaciones. También se enteró de las piedras y de los gases. De los ciudadanos que denunciaron agresiones por parte de agentes, y de los agentes heridos. De los arrestos, las denuncias, las hospitalizaciones de agentes y estudiantes arrestados. Los reporteros lo narraron todo. Pero eso de narrarlo todo, incomoda a más de uno.

Para muchos, eso de contarlo todo no es “buen periodismo”. Quienes lo aseguran hubieran preferido una versión de los hechos menos completa, pero más conveniente para la validación de sus propias versiones de los hechos.

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La marcha en la Milla de Oro terminó en conflicto, pero eso no debió haberse contado, decían algunos de los manifestantes. Para ellos, los visuales del hecho que ocurría ante las cámaras era excesivo y reportarlo “distorsionaba” la realidad, decían. Cuando se lanzaron piedras y los reporteros lo narraron, la prensa fue “amarillista” y “oficialista”. “aliada del Estado”. Había que reportarlo todo, pero eso no.

Irónicamente, para algunos de los portavoces del Estado, los reporteros no hicieron un buen trabajo. Habrían preferido que, en lugar de aferrarse a los relatos de las piedras lanzadas, no contaran al país de las denuncias sobre el rompimiento de acuerdos, el uso del gas pimienta o los macanazos a manifestantes y periodistas. Como lo incluyeron en sus relatos, entonces los  reporteros eran parte de la oposición. “Incentivaron” la movilización, argumentaban algunos. “Son enemigos del Gobierno” y “aliados de los manifestantes”, sentenciaban. Para ellos, los periodistas en función reporteril debieron haber condenado a los grupos. No debieron haber dado foro a las quejas de aquel vendedor ambulante con la espalda forrada de las marcas de balas de goma ni reportado lo ocurrido en el área de hospedajes de Santa Rita, en donde dos jóvenes fueron arrestados en medio de acusaciones de uso excesivo de la fuerza. Eso no.

Y así, los unos y los otros valoraban el trabajo de la prensa, no en función de las tareas a las que están delegados, sino desde el efecto de lo narrado sobre sus propias agendas. Y ahí, mis amigos, es que se equivocan. El trabajo del reportero no es bueno o malo desde el impacto que lo narrado tiene sobre nuestras posturas ideológicas e intereses. Su narración debe ser tan amplia como la amalgama de eventos que ocurren en su presencia. ¿Que hubo manifestantes que lanzaron piedras a la Policía y el reportero lo narró en su transmisión? Por su puesto que debe hacerlo. ¿Qué contó cómo determinados agentes de la Policía golpearon de manera innecesaria a manifestantes o colegas? Hace lo correcto. Si los hechos narrados corresponden con lo ocurrido, el reportero no hizo otra cosa que su trabajo. ¿Que usted habría preferido una narración selectiva de los hechos? Ese disgusto, amigo mío, es problema única y exclusivamente suyo. Si busca una versión de la historia que se acomode a sus propios intereses y gustos, pero que se aleje de los hechos, usted no busca trabajo periodístico. Usted busca propaganda. Que no le quepa duda.

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