En el verano del año 2016, directivos del Fondo Monetario Internacional (FMI) publicaron un artículo en su revista trimestral en el que, sorpresivamente, trazaron una reflexión autocrítica en torno a las políticas de austeridad que han apoyado e impulsado con pertinaz insistencia como receta para solucionar los problemas fiscales en la mayor parte de los países donde han intervenido.
En síntesis, el ensayo “Neoliberalismo, ¿promocionado en exceso?” consignó que hay aspectos de la agenda neoliberal que, lejos de ofrecer buenos resultados, han terminado siendo nocivos para la estabilidad social, empeorando las condiciones de vida de la gente y aumentando los índices de pobreza y desigualdad.
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Lo que en aquel momento juzgaron los funcionarios de ese organismo internacional fueron las medidas de austeridad dirigidas a la reducción del déficit fiscal que, a fuerza de su mollero financiero, imponían en países sumergidos en profundas crisis económicas.
Ese mea culpa se hizo sentir también en la asamblea que el FMI celebró poco antes de finalizar el año 2016. Entonces, concluyeron tres aspectos importantes: la globalización genera desigualdad; la desigualdad trae indignación y malestar en la ciudadanía; y la riqueza no se reparte sola.
Detrás de aquella introspección, yacía el planteamiento de la necesidad de hacer reformas encaminadas a garantizar los gastos de redistribución a través de políticas sociales, así como reformas laborales para mejorar la capacidad de negociación colectiva de los trabajadores y, de esa manera, procurar mejores condiciones de empleo y salario.
Para muchos, esa virazón representó un duro golpe a la austeridad. Dos años más tarde, en mayo de 2017, un estudio encomendado por el FMI concluyó que los recortes al gasto social que ellos habían promovido con persistencia durante décadas representaban una restricción para que los sectores más empobrecidos y vulnerables lograran acceso a servicios de educación y salud.
En las conclusiones de aquella investigación, elaborada por expertos de las universidades de Cambridge, Oxford, Amsterdam y de Waikato en Nueva Zelanda, se admitió que el neoliberalismo propugnado por el FMI aumentaba la desigualdad social, empobreciendo al sector asalariado y profesional y provocando que los pobres fueran más pobres.
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El estudio, publicado por la Academia de Ciencias de Estados Unidos, señaló entre los efectos del neoliberalismo la reducción en la calidad de la educación, el aumento en la desnutrición infantil y la desaparición de programas de salud pública.
De inmediato, grupos conservadores desmerecieron los estudios y las declaraciones del FMI porque significaron un disparo de muerte para los representantes del capital y los propulsores de la ideología neoliberal.
Pese a esa nueva perspectiva asumida por el FMI, los mecenas de las reformas estructurales en países con déficit fiscal y crisis económica han continuado ensayando medidas de austeridad que, al asfixiar a la población con la reducción de servicios públicos y un aumento en los impuestos, van desmereciendo la calidad de vida de la ciudadanía.
Esa tendencia destructiva es la misma que encontramos tras la visión que impulsa los siete miembros que componen la Junta de Supervisión Fiscal y que, en esta ocasión, se hace más patente en el contenido del plan fiscal que han confeccionado y que intentan imponer en Puerto Rico.
Se trata de un plan demoledor, con efectos nocivos para nuestro ordenamiento económico y social que no hará más que generar más pobreza y un deterioro progresivo en nuestras condiciones de vida con altas tasas de desempleo, más actividad criminal, más violencia y una polarización social rampante.
Es inadmisible los niveles de insensibilidad que muestran los miembros de esa Junta al querer privar a nuestra población de una educación pública accesible a todos los niveles, incluyendo el universitario; de pretender hundir en la extrema pobreza a nuestros jubilados con el recorte de sus pensiones; de cercenar las arcas públicas con reducciones al gasto social para disminuir los servicios básicos que recibe nuestra población, en particular los más desventajados y desamparados; y de procurar un ambiente de explotación al eliminar muchos de los derechos que protegen a nuestra clase trabajadora y facilita la reproducción de su fuerza laboral.
Y lo que es peor. El plan de la Junta no alcanza a convencer a la población de que la austeridad viabilizará el desarrollo económico de la isla. Menos aún, las proyecciones que presenta no han sido evidenciadas ni justificadas. Todo ha sido un ejercicio de imposición caprichosa de quienes pretenden entregar los recursos del país para complacer los intereses del gran capital.
De esa manera, los miembros de la Junta y sus acólitos, patrocinadores y testaferros boricuas, muchos de ellos colocados detrás de los micrófonos de las estaciones radiales, dirigen el país al ostracismo.
Cierto es que hay una necesidad urgente de reestructurar el Gobierno y concertar mejores prácticas de administración de los bienes públicos. Pero eso no puede ser imponiendo medidas de austeridad que someterán a nuestra población a un empobrecimiento cada vez mayor y sin esperanza de futuro.