Hace tiempito que no iba a la playa. Tratando de recordar, creo que no la pisaba desde María, lo que es muy lamentable en mi caso, que me encanta tirarme como una morsa en la arena a tomar sol en la playa. Sí, porque hay una diferencia entre ser playera de silla y sol, o playera de mar y olas. Como diría mi hijo: “Tanta cosa con la playa pa’ no meterte”.
Es que no soy muy amorosa de la sal y del pegote asociado ni se me da lo de nadar… pero la mezcla de arena, sonido de las olas y un buen libro me lleva a un estado sublime, comparable casi-casi únicamente con comer y… con eso.
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Pero pasé unas horas el pasado fin de semana en la playa y fui testigo fiel de lo que decenas de titulares noticiosos han dicho por años. Mucha gente va a la playa y le entra lo puerquito, lo que observé con bastante vergüenza. No se trataba de un fin de semana largo, ni de una fuga escolar, ni de un festival playero, de esos después de los cuales habría que hacer un estudio sicosocial de quiénes asistieron a ver qué les motivó a dejar a su paso cada cosa insólita.
Era un sábado y domingo cualquiera, de esos de tropicales en que sale el sol y luego el chubasco en un mismo abrir y cerrar de ojos. Los dos, días normales. Me senté en mi esquinita, sillita de playa adquirida y le eché mano a un libro un poquito pasado de mano anti-Trump. De repente comenzó a llover y la mayor parte de la gente salió veloz del agua —cosa que nunca entenderé de un bañista que, por estricta definición, está ya mojado—. Corrían a buscar sus pertenencias dejadas en la arena y luego a buscar refugio bajo techo.
Pero en el proceso de recoger sus pertenencias, gran parte de los que huían dejaban la basura en la arena. Llevaban horas allí, disfrutando de una belleza espectacular que la naturaleza les dio —algunos con musiquita insoportable—, pero todos respetados porque en la playa cada cabeza es un mundo, del mismo modo que cada biquini lo es. Verlos huir y dejar las latas o botellas de cerveza y las bolsas de Doritos detrás, me hizo detenerme como casi pidiendo explicaciones con mi cara. (Es harto conocido que hablo con la cara, y cuando no puedo hablar, mis muecas dicen “presente”). No había caso. Nadie se dio por aludido.
Agréguele a mi vergüenza otro dato no menor: era evidente que quienes hacían esa puercada eran boricuas. Y no me vengan con complejos. Soy pro puertorriqueños, sobre todas las cosas, tanto o más que pro verdad. Y la realidad es que los únicos que se detuvieron a recoger y a buscar un zafacón —despavoridos pero laboriosos— eran estadounidenses y europeos, ni un solo boricua. Es más, una sueca se veía toda preocupada porque no podía botar la botella, de forma separada de la bolsa de plástico y de las latas.
Mientras la sueca preguntaba a gritos dónde disponía del cristal y yo miraba a todos lados pasmada y sin respuesta, pensé que, muy seguramente, los puertorriqueños tomaban for granted la belleza de su isla, de su entorno, y para muchos, de su patio. ¿Justifica eso que lo dejen embarra’o? Por supuesto que no. Todo lo contrario. A menos que se tenga un defecto mental, no hace sentido que quieras dejar sucia y echada a menos TU CASA.
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Pero, claramente, el sentido común opera aquí como el más raro de los sentidos. Esos puerquitos con permiso —porque se sienten que lo tienen— salen de Puerto Rico y no se atreven ni a disponer de un chicle sin mirar los letreros, y se deshacen de su fama de boricuas bestiales tan pronto una ambulancia les prende la sirena. Inmediatamente a la derecha, aunque se espeten en un monte.
¡Qué cosa loca esa! Es como si la consideración y el respeto tuvieran coordenadas. Como si el cuerpo tuviera un GPS que le dijera: “Hasta aquí llegó tu sentido común. Empieza a ser puerquito”… Con permiso.