En 2012 me gradué de Ohio State con un promedio que evidenciaba que le metí más horas al party que a los libros. Me gradué con tantos prestamos estudiantiles, que sé que nunca los voy a terminar de pagar.
Tres meses después surgió la oportunidad de una entrevista para trabajar en un periódico en Puerto Rico, y como yo lo que necesitaba era una excusa para dejar al jevo gringo y regresar a mi joya caribeña, le dije que me iba. Recogí y me fui. Yo le rompí el corazón. Él me quitó a Mateo, el perro.
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Con acento de nena gringa y respondiendo “alrighty” en vez de “está bien”, pasé la entrevista y me ofrecieron trabajo en Metro. Creamos un periódico de la nada, y en solo días —sin oficinas, y en mesas y sillas de plástico— lográbamos sacar un periódico diario. Se sentía cabrón poder decir que, con 21 años, le estaba metiendo con todo a un medio impreso en una isla en que —una gran mayoría— opina y piensa lo que le diga la prensa.
Todo iba bien, la vida era bonita. Yo vivía con mis viejos, así que los chavos que hacía en el periódico se iban en los prestamos estudiantiles, el celular y todo lo que me bebía en mi hermosa calle Loíza y espacios aledaños.
Pero la cosa se prendió a finales de 2013. En noviembre de ese año inmundo, un jueves, llegué a mi casa por la noche y más azotá que Senador después de darse dos o tres cubas en La Nueva Imperial, en Puerta de Tierra. Estacioné el carro que heredé de mi mamá, entré a mi casa y dormí como cuatro horas porque al otro día tenía que pasar una emisora de radio.
Cuando me desperté, no encontré mis maquillajes (que eran muy necesarios a causa de mi resaca). Recordé que estaban en el carro. No encontré mi plancha de pelo. Recordé que estaba en el carro, dentro de la misma bolsa de Victoria’s Secret en la que habían unas pantaletas que le quería modelar a un jevito (porque en ese momento me importaban esas cosas, ya hoy todo me da igual).
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Llegué a mi carro. No había nada. Busqué y busqué, hasta que me di cuenta de que me había robado todo: los maquillajes, la plancha de pelo y hasta los panties nuevos. El odio se apoderó de mí. Fui a la estación de radio [sin maquillaje y despeiná], viré y me senté a escribir. Redacté con coraje como me habían robado hasta la basura del carro. Tenía mucho coraje porque sentí que me robaron tiempo. Cada cosa que había en ese carro era algo por lo que yo trabajé, y el trabajo es tiempo… y el tiempo es la única puta cosa en la vida que nadie te puede devolver.
De ahí nacido el escrito “Ojalá y esos panties te sirvan”. Se lo enseñé a mi editora (con miedo por dentro, pero con seguridad en mi rostro). Ella me dio permiso de publicar y yo, que aprendí de mi papá que ninguna oportunidad de puede perder, le dije que, si ella quería, yo podía escribir semanalmente. Dijo que sí, y nació la columna “Esto no es poesía”.
Y es que “esto no es poesía” porque nunca he aprendido a hablar bonito. La poesía me encanta porque logra insultarte de una manera hermosa, pero yo no. Yo sueno antipática hasta cuando estoy contenta.
Honestamente, a la columna le iba bien cabrón. La gente la esperaba todos los sábados, mientras que otros me odiaban con intensidad (muestra de que estaba haciendo algo bien). Pero a finales de 2015 todo cambió. A mí me entró un “quarter-life crisis”, la economía de mi colonia se fue pa’ abajo más rápido que lo mi mamá bajaba las jaldas de Cupey, y yo, en una decisión 100 % irracional, entré un lunes a la redacción, renuncié, me senté en una barra y, con una Medalla en la mano, compré un pasaje para Los Ángeles desde mi celular.
Ahora estoy en Los Ángeles, bueno en Glendale (a minutos del centro de Los Ángeles, pero sin los vagabundos del centro de Los Ángeles).
Ahora estoy en la ciudad donde la marihuana es legal, el tráfico es pesado y el mínimo de renta es $900 por un estudio. Estoy en este espacio donde el bótox en los labios, los implantes en las nalgas y el aguacate son la orden día. Un hermoso lugar donde no puedo diferenciar entre hipsters y vagabundos porque todos se visten igual.
Estoy en una ciudad en la que la gente que tiene mucho dinero no trabaja. Nadie maneja, pero nunca hay estacionamiento. Todo el mundo es bonito, pero están en depresión. Me encuentro en una ciudad que lo mejor que tiene es que está a dos horas y medias de Tijuana (pero de eso hablamos otro día).
Este cambio de espacio me llevó al silencio.
Dejé de escribir porque sentía que no tenía nada que decir. Para sobrevivir aquí, tengo que trabajar tanto que a veces no sé ni lo que está pasando en el mundo. Además, yo siempre escribía de mis aventuras en la calle, pero en los últimos dos años mi vida ha cambiado mucho: antes acompañaba a mis panas a los puteros de Santurce, ahora le rezo al Dios Johnny Ventura para que alguien me invite a una fiesta de quinceañera a bailar merengue y BANDA (sí, banda, porque ahora me gusta esa pendejá).
Dejé de escribir porque me enchulé de un mexicano con la misma intensidad que Chencho se enamoró de Natalia Rivera en 2011. La única diferencia es que, por lo que se ve por ahí, el integrante de Plan B le bajaba al cielo al amor platónico de Bad Bunny, mientras que yo andaba con un Culiacanense que en nueve meses me hizo llorar más de las veces que me agarró la mano.
Dejé de escribir porque aquí perdí mi seguridad. Por un año completo sentí que no escribía bien, solo porque a un editor no le gustaba mi estilo. Me empecé a preguntar: ¿Quién carajos soy yo pa’ estar opinando tanto? ¿Quién se cree la hija de Pito y Mery como para estar contando todo lo que le pasa?
Todavía no tengo la respuesta para esas dos preguntas, pero lo que sí tengo [de vuelta] es la seguridad de que tengo algo que decir; de que les puedo contar lo que pasa desde acá. Tengo la seguridad de que puedo detallarles que sí, estar en la diáspora tiene cosas tan buenas como el flan de abuela, pero también tiene un lado oscuro y complicado como el corazón de Rivera Schatz.
Me tomó dos años sentir que esta columna podía volver “a ser”. Hoy “Esto no es poesía” vuelve a comenzar. Hoy regreso como Nicky Jam. Hoy me vuelven a leer, y ustedes vuelven a tener permiso para insultarme.