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El síndrome del semáforo roto

A cinco meses del paso del huracán María, Puerto Rico sigue en algunas áreas como los semáforos rotos. Lee la columna de Jerohim Ortiz Menchaca

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El reloj marcaba las 7:35 am del 20 de febrero de 2018. Iba un poco retrasado hacia mi destino. Tenía prisa. Salí de mi área residencial y tomé una de las avenidas principales de la capital.

El tráfico, como de costumbre, era descomunal. Parecía una mañana normal en el área metropolitana. Mientras pensaba en el compromiso matutino me acerqué inadvertidamente a una gran intersección. Iba distraído con mi realidad hasta que la del país me golpeó. Una vez más había olvidado que los semáforos a mi alrededor seguían sin funcionar.

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Ese día se cumplían cinco meses desde el paso de los huracanes que nos devastaron. Pero en aquella intersección —como en muchas otras— el tiempo se había detenido el día después de María.

En cuestión de segundos divisé la situación de temeridad y negligencia rampante que permeaba en aquel cruce y reduje la velocidad lo suficiente como para evitar un accidente. La conductora que venía en el carril de al lado no lo hizo y, en un arrojado y poco meditado intento por atravesar el tapón, se lanzó y otro vehículo, que hacia lo mismo, la impactó por el costado del lado del pasajero.

De inmediato, la zona se cargó de tensión y frustración.

No es para menos, escenas como esas le han costado la vida a más de 40 personas en solo dos meses que van del año. Y aunque esto parezca trivial, no lo es.

Los semáforos rotos son el recordatorio perpetuo de que, habrán pasado cinco meses, pero  Puerto Rico aún no se levanta. Aquí nisiquiera lo elemental funciona .

Todavía más de un millón de puertorriqueños siguen sin luz en sus hogares y comercios.

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Miles permanecen sin haber hallado una vivienda después del huracán. Más de 150 antenas de telecomunicaciones continúan en el suelo y aún hay zonas que no tienen agua potable.

Mientras tanto, el gobierno se encuentra sumido en una guerra campal entre sus dos ramas políticas.

Amenazado por un escándalo de corrupción electoral que implica a toda la plana mayor de la actual administración, pone en jaque la legitimidad del gobernador como mandatario y el triunfo electoral de su partido en los pasados comicios electorales.

Somos azotados por una epidemia de influenza y un incremento dramático en los índices de suicidios pero no existe un plan claro del secretario de Salud que nos permita dilucidar cómo atajaremos la situación.

Los asesinatos, carjackings, escalamientos y asaltos siguen aumentando aceleradamente pero el insufrible secretario de Seguridad Pública quiere convencernos de que todo está bien porque él se siente seguro cuando camina solo (con su escolta alrededor).

Lo mas espeluznante de todo es que, mientras este es el estado de situación del país, ayer los fondos de cobertura y la banca estadounidense anunciaron a través del presidente de la Reserva Federal de Nueva York que retomarían la presión incesante para que el gobierno implemente las medidas de austeridad extrema para asegurarles el pago de la deuda.

Y así, cada mañana, uno lee o escucha el nuevo capitulo de esta tragicomedia que se ha convertido nuestro país y se pregunta: ¿Cómo rayos fue que llegamos hasta aquí?

Pero vamos a hablarnos claro: aquí  hay un juez destituido por presuntamente haber traqueteado con las elecciones, un expresidente del Senado entiende que la crisis de seguridad nacional que sufrimos se debe a que la gente buena se esta yendo mientras los malos se están quedando y un alcalde de la oposición ha sido suspendido de sus labores por presuntamente haber malversado fondos públicos del municipio en medio de la crisis de los huracanes.

Sabemos muy bien cómo y porqué llegamos hasta aquí.

Nuestro problema es que sufrimos de expectativas irreales exageradas. Queremos seguir pensando que se actuará con un mínimo de cordura y sensatez.

Nos empeñamos en creer que los mismos ignorantes, ineptos y corruptos que nos sumieron en esta agonía tendrán la capacidad o interés de sacarnos de ella.

Queremos pensar que el mismo país que nos invadió, nos castró económica y políticamente y que jamás ha querido ni hacernos parte de ellos ni soltarnos, súbitamente habrá de mostrar respeto, empatía y apego hacia nosotros.

Vivimos esperando tener resultados distintos usando los mismos ingredientes.

Por eso es que en términos colectivos sufrimos del síndrome del semáforo roto: atascados, frustrados,  indignados, sin dirección clara e implementando la política temeraria del sálvese quien pueda.

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