“Hola, Fulano. Hola, mija, te habla Mengano. Te llamo porque me interesa que… bla bla bla bla bla bla bla”, y así siguen hablando minutos largos sin respiro, sin pausas, sin oportunas llamadas en espera, sin ganas de ir al baño, sin estornudos, sin tos, sin gente que le toque bocina, sin policías que los detengan.
A usted le ha pasado. Lo sé. Porque a mí me pasa todo el tiempo.
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Hace un par de días una amiga —de las mejores que tengo— me envió un mensaje de texto que me dio entre pena, vergüenza y risa. Decía: “Sé que odias la comunicación verbal, pero llama”.
¿Qué, quéeee!? Soy comunicadora social. Me gano la vida comunicándome, por lo que su mensaje para mí era una especie de merecida gaznatá vía mensaje de texto, cortesía de la gran Mela. Lo peor de todo, sin embargo, es que ella tiene toda la razón. Hace mucho tiempo que no prefiero hablar-hablar, al menos telefónicamente. No porque no quiera ni porque no tolere a la especie humana. Es principalmente porque, con el paso de los años, se ha hecho más común que haya gente que no conozca ni el valor del tiempo ni la consideración humana.
¿Qué es lo malo que tiene el primer párrafo de este escrito? Fácil. Mengano carece de interés en saber, aunque sea por cortesía, cómo se encuentra Fulano, el “interlocutor”. Entre comillas lo pongo porque hasta ese momento yo solo he dicho “hello”, así que cualifica prácticamente como monólogo.
Ese approach, además de ser abrupto y maleducado, desconoce si yo me encuentro en un momento correcto para conversar, si estoy en una cita médica, si estoy en una sala de emergencia, si estoy en el baño, si estoy a punto de entrar en una reunión, si estoy en la sala de espera de una aseguradora pos-María, si estoy en otra línea con la principal del colegio de mi hijo, si estoy en medio de un accidente, si se me acaba de escapar el perro, si estoy en un momento íntimo. Desconoce mi circunstancia. Punto.
Por eso suelo comenzar las conversaciones telefónicas que yo inicio —que son pocas— preguntando algo que para mí es básico: “¿Tienes dos minutos o prefieres que te llame luego?” Gracias a Dios la gente normalmente me dice que puede atenderme en el momento. Y ahí sigo hablando. Pero no se me ocurriría no preguntar si es buen momento para continuar hablando.
No puedo explicar lo que me pasa por la cabeza cuando alguien simplemente habla, habla y habla. A menos que sea un cobrador, que sabe que la otra persona del otro lado de la línea quizás no aparezca ever again, caramba… modales. A los cobradores que me llaman yo les escucho todo: “Hola, sí, con Dennise Pérez”. Y todos los middles names, apellidos, y las advertencias de que, por razones de seguridad alguien me está grabando, últimos cuatro de seguro social, dirección, fecha de nacimiento…
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Trato de ser cortés, pero sufro y sudo. Ese cobrador depende de que yo le conteste adecuadamente, aunque lo tenga en mute.
Bastante rato, pida un cortado y unas tostadas, recargue el autoexpreso y le lea los derechos de Miranda a mi hijo.
Pero llamarte para decir cualquier cosa —desde la más sencilla hasta la más complicada— sin preguntar tu disponibilidad, está brutal para una persona ocupada. Hasta mi mamá me textea primero y me pregunta si tengo chance de hablar y, a veces, es solo para preguntarme una cosa informal.
No voy a entrar en los detallitos del “por favor” y “gracias” porque quizás ya es mucho.
Pero la próxima vez que usted llame a alguien, olvídese de que sea cortesía. Olvídese de que eso cuenta. Piense que, quizás, esa otra persona está haciendo algo que disfruta. Piense que esa persona, quizás, está atragantándose para poder responderle la llamada. Quizás está saliendo del baño a las millas a medio secar (por no darle otra imagen), mientras usted ni siquiera pregunta cómo una está. Y sigue ahí como una metralleta hablando sin parar.
Mengano. Póngase en el lugar de Fulano. No debe ser tan terrible.