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PTSD pos-María

Lea la opinión de Dennise Pérez

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Hace tiempo que quiero dejar el tema de los huracanes, pero mientras no regresemos a la “normalidad” y nuestra cotidianidad esté marcada por estas dos grandes bestias que nos azotaron ­—Irma y María—, tengo que asumir que nuestras vidas solo varían diariamente mas no cambian del todo.

PTSD significa trastorno de estrés postraumático y es literalmente una enfermedad que surge luego de una experiencia terrible en la vida.

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No soy sicóloga, y esto no es un escrito profesional, pero estoy convencida de que los puertorriqueños estamos pasando por un episodio de PTSD pos-María, y me incluyo. Hace unas semanas un sicólogo me dijo informalmente que conocía a niños que cada vez que llueve piensan que volvió María. Y eso los pone tensos. Eso me dio tremenda tristeza. No es chiste.

Ahora, el día en que todo el mundo demostró tener PTSD FULL fue el día del apagón de Monacillos. Soy afortunada y tengo luz hace ya varios meses. Por eso, sufro esas extensas transmisiones radiales de lo que, en los medios internamente, llaman “los sin luz”. Es que no puedo imaginar semejante situación. Pero ese día, antes de la explosión y del apagón general, en casa se había ido la luz como tres veces. Justo el día en que yo decidí ser organizada y cocinar para toda la semana, de modo que las horas no me comieran viva ni las tripas, a mi hijo.

La luz iba y venía, pero yo sentía como un nerviosismo interior. Mientras insistía en mantener la fe, abría una botella de vino que había guardado para San Valentín, pensaba en el generador eléctrico, en la estufa de gas, en todo el inventario posible para sobreponerme a la potencial crisis que se avecinaba. Mi esposo y mi hijo estaban en el cine. Dos veces en mensaje de texto: “Se fue la luz”. (No hay quien aguante esas palabras sin estremecerse. Solo las aguanta alguien que no tiene luz porque no ha tenido desde los huracanes. Y sí, son demasiados).

Ese día, cada vez que se iba y venía la luz, en el vecindario se escuchaban gritos de terror, tipo Jack el Destripador. Cuando mi esposo llegó del cine con mi hijo, lo miré con cara de “Baby, saca la planta”. Me dijo que fuera paciente, pero un personaje en redes anticipó casi dos turnos de enfermera para reparar la avería, así que le dije: “No hay manera, prende.” Así que, para continuar su costumbre de no hacerme caso del todo, sacó nuestro panel solar, mas no lo prendió. Su fe era más grande que la mía. Que la nuestra, mejor dicho, porque mi hijo andaba en crisis, pidiendo puertas abiertas, abanicos de batería, luces artificiales… Todo para nada, porque cuando se queda dormido es una piedra, y Monacillos podría haber explotado al lado suyo sin que lo notara.

En las redes, la gente estaba en histeria y hasta se formaron filas en las gasolineras, cosa que —por Dios amado— entiendo. Tenemos PTSD.

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Al otro día, la vida tenía que continuar, pero ya las horas de trauma habían tenido un efecto irreparable en la psiquis colectiva: bocinazos, sacadas de dedo, insultos. Ante todos, un grito en respuesta, o un bocinazo de vuelta, o un dedo sacado de vuelta o un insulto más grande que el recibido. Todos tienen una manera de manifestar su PTSD. La mía no es devolverte el gesto del mismo modo. Yo grito.

En la mañana me monté en la guagua porque tenía que meter mano, por eso de ayudar a levantar a Puerto Rico. Conecto todos los gadgets. En la pantalla me sale un signo de exclamación, meaning que hay una goma sin la presión necesaria. ¡Grito! Paso por un semáforo sin luz, ¡grito!, meaning que ahora me tengo que encargar de no atropellar a nadie y de que nadie me choque a mí. En ese tramo suena mi teléfono y en la pantalla se refleja unknown. ¡Grito! Esta vez no sé por qué grito.

O quizás sí sé. Es la incertidumbre. Es la porquería de no saber. Es la peor de las sensaciones. Dándoles todo el crédito a nuestros veteranos; hay guerras y hay guerras. Puerto Rico es claramente escenario de… Si se siente medio loquito, no se culpe. Así estamos todos.

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