Por estos días en Estados Unidos se celebra el Black History Month. La conmemoración es una de tantas medidas oficiales establecidas en ese país como respuesta a la falta de representación adecuada de los negros, su cultura y aportaciones en ese país. Y como todas esas respuestas oficiales, el “Mes de la Historia Negra” tiene múltiples lecturas. En cualquiera de los casos, lo ideal es que las sociedades no tuvieran que recurrir al uso de efemérides oficiales para obligar al reconocimiento de asuntos que parecerían obvios. Pero está claro que aún son necesarias a la luz de las consistentes violaciones a los derechos civiles de ciudadanos negros y minorías raciales allá en el Norte.
Acá, algo más abajo en el mapa, no existen tensiones raciales tan dolorosas como las que se viven en el Norte. Pero nuestro panorama no deja de estar alejado del discrimen y el racismo. Una discriminación disfrazada que, ante el consentimiento oficial, se disfraza de “normalidad”. Un racismo implícito que no se discute. Y como lo que no se discute no existe, entonces se convierte en un “anatema”. Pero ahí está. Casi imperceptible si no se escarba la superficie. Lo vemos en lo cotidiano y lo despachamos como la norma. Como en la falta de acceso a una educación de primera e igualdad de oportunidades laborales. Un análisis realizado por el Centro de Información Censal de la Universidad de Puerto Rico en Cayey reveló que existe una diferencia marcada en los indicadores de calidad de vida de personas que se identifican a sí mismas como “negras” versus quienes se ven a sí mismos como “blancos” en el censo.
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Según el análisis, una persona negra tiene 7 % más de probabilidad de estar desempleada que una blanca. Además, las personas que se identificaron como blancas en el censo tienen un ingreso per cápita de $12,231 anuales, o el equivalente a un 4 % más de ingresos que los negros. Y esto es un problema; un problema no discutido, así que invisible.
Lo vemos en casos como el de la niña Alma Yariela Cruz, que a sus 11 años enfrentó un proceso judicial. En la escuela, la niña fue objeto de acoso racial durante dos años. Algunas compañeras le llamaban negra sucia, pelo de “caíllo” y otros improperios. Alma se quejó ante las autoridades escolares que, por lo visto, hicieron muy poco. Después de todo —parece ser la mentalidad— los insultos de las compañeritas eran solo “bromas inofensivas” que la niña, como tantos otros niños negros, deben aprender a tolerar. Y aunque se trata de un evidente acoso racial, el sistema no reconoce su existencia. Discutirlo es impensable porque a quien se le ocurre plantearlo se le despacha de inmediato acusándole de acomplejado. Así que el acoso racial no se discute. Y si no se discute, no existe. Como consecuencia, el Departamento de Educación aún anda buscando el estatus de la alegada investigación administrativa que se inició sobre el caso de Alma para saber si se violó o no la ley de protocolo.
Y así seguimos en ese círculo vicioso que se vale de la ignorancia y falta de interés de la oficialidad. Tal vez sin mala intención, pero no por ello inofensiva. Esa misma falta de interés y conocimiento sobre nuestra realidad local que mantiene relegadas a un par de líneas en los libros de historia las aportaciones de nuestra raíz negra en la formación del país. Esa misma invisibilización que ha borrado de nuestra historia a figuras como Arturo Alfonso Schomburg, un santurcino totalmente ignorado aquí, pero elevado a nivel de prócer en Estados Unidos en donde hasta existe un centro que lleva su nombre; un lugar considerado el más importante del mundo sobre las aportaciones del continente africano en el nacimiento y evolución de las naciones de América. Otra figura localmente invisible y, por lo mismo, inexistente en términos prácticos.
En lo que mí respecta, me niego a jugar el juego de la invisibilización. Hay que discutir para entender. A mí que me acusen de acomplejado, si así lo quieren. Pero de cómplice nunca. A hablar, que solo hablando se entiende la gente.