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Olimpiadas San Juan 2004

Lea la opinión de Armando Valdés

En 1979, San Juan montó exitosamente los Juegos Panamericanos. Inspirados por aquel logro, surgió, en la década del ochenta, la idea de procurar la sede de unos juegos olímpicos para 2004. Aquella campaña, y la organización de la Regata Colón, que hizo su primera escala americana en Puerto Rico en 1992, marcaron mi juventud y la de toda una generación de puertorriqueños criados por las, a veces, altisonantes consignas de la época.

Eran tiempos de reafirmación patria. Se tenía y se valoraba una misión colectiva. Nos creíamos capaces de cualquier cosa. La bandera y nuestra identidad no eran meros hitos de nostalgia, sino símbolos de empoderamiento. Que conste, esta es la lectura, quizá ingenua, de un niño criado por una familia humilde en la segunda sección de Levittown. Podré estar equivocado en mi lectura, pero no deja de ser muy mía y muy honesta.

Con la llegada reciente de mi primera hija, Lila, me pregunto cómo habrá ella de percibir el terruño donde sus padres decidieron traerla al mundo y criarla. Si miro a mi entorno, me preocupa el derrotismo que embarga toda gestión pública y privada. La suspicacia con la que vemos la laboriosidad y el optimismo del prójimo. El triste regodeo en las fallas del país. Hay hoy quienes celebran cada vez que algún medio internacional reseña que en Puerto Rico tenemos el índice más alto de alguna enfermedad o, como vimos esta semana, cuando fracasamos en algún intento bien intencionado del Gobierno por hacer crecer la economía, como con la candidatura promovida por la administración Rosselló para que Amazon seleccionara a la isla para su segunda sede corporativa. Esos niveles de cinismo no son saludables ni sostenibles. Son señal de una depresión colectiva. El pesimismo nos arropa y empaña nuestra visión. Nos creemos ahora totalmente incapaces.

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Las raíces de esta condición anímica colectiva se trazan a diversos puntos de origen. La clase política nos ha fallado y, sin duda, recurrió con demasiada frecuencia a las ínfulas y los megaproyectos de país grande y rico para llenarle el ojo al elector. Heredamos una resaca crediticia de proporciones, literalmente, olímpicas, sin haber sido invitados a la fiesta a tomarnos siquiera un pitorro. La economía, que, en las décadas de mi infancia, todavía daba señales de vigorosidad, lleva ya doce años sin arrancar. Desvaloramos nuestra identidad y nuestra cultura, algunos por razones partidistas; otros, por complejos personales. Las promesas de aquel país que lo podía todo no se materializaron.

Los frutos amargos de esta depresión los hemos probado en días recientes. Haciendo nuevamente uso solo de mis recuerdos, se me hace difícil creer que en 1989, luego del embate de Hugo, o en 1998, con Georges, hubiera habido similar éxodo al que se ha producido desde el 20 de septiembre del año pasado. No es para menos. María fue un golpe devastador. No juzgo a nadie por tomar la decisión que mejor proteja el bienestar de su familia. Sin embargo, no deja de ser un fenómeno digno de análisis. Las condiciones producidas por el más reciente huracán fueron la gota que colmó la copa para muchos. La pérdida de fe en el país y su futuro pudo más. Lamentablemente, no tengo, ni creo que nadie tenga, la solución a este dilema. Lo señalo solo porque tenemos que reconocerlo como un problema. A todo nivel, tenemos que mirarnos en el espejo y admitir que hemos caído en un estado de desesperanza desde el cual difícilmente habremos de levantar el país.

El primer paso lo tendrán que dar los políticos. Hace falta inyectar optimismo y hasta un poco de alegría en el quehacer público. Las campañas de la oposición no pueden únicamente centrarse en el fracaso del oficialismo. Sin ceder a su deber democrático de fiscalizar, las minorías deben aspirar a ganar, no por la debilidad del contrario, sino por la fortaleza de su planteamiento para el país. El ciudadano ya está harto de oír únicamente la promesa, casi siempre incumplida, de que “yo lo haré bien donde mi oponente falló”. Debemos aspirar al éxito de este gobierno y a tener buenas alternativas en la papeleta, que representen, no meros compromisos de hacerlo todo mejor, sino direcciones distintas de entre las cuales podamos escoger la que represente nuestra visión para Puerto Rico.

Esa visión, debe incluir la ampliación de oportunidades para todo el que esté dispuesto a trabajar y sacrificarse, no solo para los allegados al político de turno, más transparencia en los procesos gubernamentales y privados, y mayor libertad individual y participación democrática.
Con esos pininos, y con muchos otros esfuerzos desde diversos otros sectores, estaremos forjando un nuevo futuro, lleno de posibilidades para Lila y para muchos otros niños y niñas que se forman hoy sin las sombras ni las luces ni los sueños olímpicos de sus antepasados.

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