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Los rostros del ELA

En los "rostros" hay de todo... pobreza extrema, ciudadanos con casas a medio terminar y políticos con luz y que prometen que todo estará bien. Lee la columna de Jerohim Ortiz Menchaca

Caseta de acampar Foto: Una familia trata de volver a la normalidad durmiendo en una caseta de acampar/Dennis A. Jones/Metro PR

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Era un día normal. En la radio se discutía con fervor el acontecer de la reforma contributiva que el Congreso de Estados Unidos aprobó y amenaza con dejar a decenas de miles de puertorriqueños desempleados y la carencia de una verdadera arma de persuasión política para evitarlo.

Por azares del destino me dirigía hacia una barriada de la capital. Estacioné mi vehículo y comencé a caminar. Un sol de agosto azotaba inmisericorde en pleno diciembre.

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Estaba perdido. Me detuve preguntarle por direcciones a un anciano que se encontraba frente a su casa al lado de la acera.

Era un hombre negro con pelo y barba abundante de algodón. Estatura media, cara enjuta y cuerpo menudo. Se veía frágil, cojeaba de su pierna derecha, tenía mirada triste pero una sonrisa genuina a flor de piel.

Me orientó sobre el lugar que buscaba y charlamos. El viejo, que tenía ganas de platicar, me dijo: “¡Que mal educado soy, yo dejando que se achicharre ahí en el sol! Eche pa’ca. Mi casa es humilde pero está limpia y, al menos, lo tapa porque el rubio está bravo hoy”.

No encontré como hacerle el desplante. Me acerqué y contuve la respiración al observar con detenimiento su hogar.

Era una construcción en bloques sin culminar de unos 10 pies de ancho y largo. Los huecos en las paredes no terminadas estaban cubiertas con cartón. Unas planchas de plywood amarradas con sogas servían de techo. El piso era la tierra y dos sábanas gruesas cubrían la parte trasera y delantera del aposento sirviendo como cortinas que pretendían garantizar algún tipo de privacidad.

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En el interior una cama twin. Un cordón atravesaba el hábitat en el que estaban colgadas un par de camisas  y un pantalón. Un par de vasos, una cacerola y unos cojines amontonados que le servían de sofá. Era todo lo que aquel hombre tenía.

Quedé petrificado ante la escena unos segundos porque, aunque mi niñez fue muy humilde, aquello era otra cosa. Era pobreza extrema. Precariedad absoluta. No era seguro. No era salubre. No era digno.

Hablé con él sobre su vida. Me dijo que había tenido que reconstruir su hogar tras el huracán. Se sentía satisfecho porque ya lo tenía más o menos como antes. Había sido mecánico. Tuvo un accidente que le sacó de carrera y, desde entonces, vivía con un seguro social de $150 mensuales, los cupones que totalizaban unos $250  y “de chivitos aquí y allá” que le permitían vivir, según él, “de lo más bien”.

Tiene una hija y un nieto bastante jóvenes que emigraron tras el paso del ciclón. Trabajan en una tienda por departamento en Estados Unidos. Algo que le da paz y lo hace sentir orgulloso “porque ella se ha superado”.

Al cabo de unos minutos, el sentido de impotencia que me embargó fue sobrecogedor. Respiré hondo, recompuse mi espíritu como pude y le invité a una empanadilla y refresco que vendían en un colmado frente a su casa. Su semblante resplandeció por un instante. Le di un abrazo, me despedí y proseguí mi camino.

Y es que, tras 65 años, el saldo neto del ELA es: un país pobre, enfermo mentalmente, con familias completamente divididas, que sufre a diario problemáticas como la violencia de género y el machismo y que vive a expensas de que otro país esté de buenas con él para que pueda mantener un mínimo de estabilidad sin tener el poder de influenciar o determinar sobre las políticas trascendentales que le afectan directamente.

En el trayecto vi otros hogares en situación similar. Algunos trabajaban a estas alturas en remendar sus casas que, a decir verdad, eran más cercanas a un bohío.

Observé sus caras con detenimiento porque no quería olvidarlas. Ellos y ellas son los rostros del Estado Libre Asociado.

Para esa gente pobre, que hoy son más de la mitad del país, la prosperidad jamás llegó en ninguno de los mandatos de los dos partidos que nos han gobernado bajo este sistema territorial.

Pero el ELA tiene otros rostros. Como el del representante Ramon Luis Rodríguez Ruiz, quien ha sido enjuiciado políticamente por las alegaciones de hostigamiento sexual contra su directora de oficina. También el director ejecutivo de la AEE, Justo González, para quien la culpa de que la luz no regrese con prontitud es de las amas de casa.

Otro rostro es el de la niña que subió al techo de la escuela Abelardo Díaz Alfaro en Toa Alta e intentó privarse de la vida. O el de los más de 160 puertorriqueños que este año se han suicidado.

Son los rostros de los más de 300 mil que, como si fuera el Mariel en Cuba, se han visto forzados a dejar el país despavoridos tras el paso de María. Son también los 500 mil que les precedieron ante la crisis económica brutal que venimos sufriendo desde hace más de una década.

Pero los rostros del ELA son también los de Ricardo Rosselló, Jenniffer González, Thomas Rivera Schatz y Carlos ’Johnny’ Méndez. Esa clase política demasiado ocupada pensando en la próxima elección y jamás en nuestra próxima generación.

Este fin de semana tendrán un cónclave en el que, luego de sacarse las tripas, se las reinsertarán en el abdomen para salir a decirnos que todo está planchado. Que irán a Washington -tardísimo- a pedir que nos quedemos como una jurisdicción foránea en transición a una doméstica y que, por lo tanto, lucharán para que no se nos imponga el arancel a nuestras exportaciones o que se nos imponga uno reducido en lo que llega la estadidad.

Nos dirán que así no se perderán empleos. Que todo estará bien. Que ello propiciará el crecimiento económico. Que podemos dormir tranquilos(as). En fin, nos mentirán una vez más.

La realidad es que, en Estados Unidos, la reforma contributiva no tiene a Puerto Rico como protagonista. No hay espacio para la discusión de si somos domésticos o foráneos. Ellos ya han decidido que, para ellos, los empleos que se crean en Puerto Rico no son american jobs. Y es que la política estadounidense sobre Puerto Rico nunca ha tenido como norte ni la estadidad ni la soberanía, sino la permanencia de la colonia.

Primero sacaron sus beneficios de las centrales azucareras. Luego, en medio de la Guerra Fría, les era conveniente repatriar sus ganancias a través de Puerto Rico con sus empresas manufactureras. Hoy quieren llevar la producción de esas empresas de nuevo a Estados Unidos. Ahora le toca a su capital financiero colonizar a Puerto Rico comprando propiedades a precio de quemazón, garantizando que se le pague la mayor cantidad de deuda posible al tiempo que se quedan con nuestros haberes.

Mientras tanto, se encuentran por doquier los rostros del ELA que son en realidad los rostros de una colonia que lleva sufriendo esos embates hace más de 500 años.

El golpe de la reforma contributiva federal viene tan fuerte como María. La pregunta que tenemos que hacernos en esta coyuntura histórica es: ¿Cómo podemos librarnos de esta espiral de la muerte?

¿Cómo propiciamos un nuevo país en el que la prosperidad, la justicia, la equidad y la reunificación familiar sea una verdadera posibilidad para todos(as)?

Para mi el inicio –no la culminación- de ese sueño comienza por obtener nuestra soberanía. Pero, aún cuando usted no esté de acuerdo conmigo, en una cosa podemos coincidir: la mayoría de los rostros que hemos producido bajo el sistema actual son dignos de lamento o indignación.

Y, de eso, ya estamos hartos.

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