Pienso y lo repienso, y no sé qué estamos esperando. Quizá aún no hemos salido de esa burbuja de la transculturación inevitablemente vinculada a nuestra condición política. Quizá no queremos reconocerlo, pero los hechos nos golpean con fuerza, y María —la mala, la responsable de nuestras penas recientes— nos lo recuerda. Durante décadas hemos vivido pretendiendo, con una gigantesca máscara colectiva. Queriendo ser “par” en la lista de las naciones ricas del mundo; mirando con desdén a nuestros vecinos del Caribe, a pesar de ser —como ellos— una nación pobre. Hemos pretendido vivir como país desarrollado, pero a fuerza de préstamos que hoy nos resultan impagables. Una cultura de gasto y endeudamiento que el Estado ha vendido como “correcta” a los ciudadanos, que, de paso, se han creído el cuento. País endeudado, ciudadanos endeudados, utilizando el crédito para vivir por encima de su realidad económica; con carros, casas y lujos que, en realidad, no podrían pagar si dependieran solo de sus ingresos.
Pero la pretensión en la que vivimos no solo ha afectado nuestro ego y nuestros patrones de consumo. También ha sido responsable de que, como país, intentáramos vivir como vive “otro”. Se nos olvida quienes somos. Por eso, nuestras casas exhiben cocheras y ventanas estrechas, como los amigos del Norte, muy bonitas pero poco funcionales para este trópico soleado y caluroso que tenemos como entorno. Por eso hoy, en el mundo pos-María, nuestras casas —con cochera, ventanas que apenas permiten la entrada del aire y techos planos y bajos— se convierten en trampas de calor e incomodidad. Por eso, edificios públicos, construidos con esa mirada transculturada, no son funcionales si antes no se enciende un acondicionador de aire que los lleve a nivel polar. Por eso, nuestras casas, construidas con techos planos, ceden al empuje de la lluvia y el sol que más tarde se abre camino en un mar de filtraciones.
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Vivimos como otros. Por eso, nuestra Navidad se sugiere blanca y fría, con la ironía de la nieve artificial que llueve al tope de la hora en los centros comerciales; con muñecos de nieve y trineos adornando los edificios de gobierno bajo un sol que provoca insolaciones a los bañistas que disfrutan la costa a pocos metros. Una estampa tan absurda como la idea de ver el Capitolio federal adornado con palmeras y piñas coladas.
Vivimos como otros: con una costa rodeada de cocoteros, pero, a pesar de ello, optamos por ofrecer al turista agua de coco enlatada.
Vivimos como otros: de temporada en temporada, pasando de la guayabera y las sandalias a las bufandas y botas en invierno, ignorando la ridícula estampa de pasearnos por las calles preparados para el crudo invierno del norte que, por estas latitudes, no pasa de ser una brisa algo más fresca.
Vivimos como otros: ignorando lo que somos, resaltando nuestros defectos, destacando nuestras fortalezas y con la mirada siempre puesta en lo que “el otro” —siempre mejor, siempre más capaz, siempre más fuerte— hace mejor. Dejando para más tarde descubrirnos y, desde el conocimiento de quienes somos, levantar un país más fuerte. ¿Para cuándo dejamos mirarnos en el espejo? ¿Qué estamos esperando?