Era el Día de Acción de Gracias en la noche. Había regresado temprano del cónclave familiar. Me disponía a salir de mi residencia para aventurarme a ver si había algo abierto para comprar algunos víveres necesarios y así evitar entrar a un establecimiento el Viernes Negro.
No lo logré. Mi vehículo se negó a encender. De inmediato me invadió la preocupación porque yo sé casi tanto de mecánica automotriz como del funcionamiento de cohetes aerospaciales.
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De todas formas abrí el bonete y me bajé a ver si por osmosis me llegaba el conocimiento o si el vehículo me gritaba qué era lo que le estaba sucediendo.
Con la linterna del celular en mano divisé que de la batería salía un liquido extraño. A mis ojos inexpertos nada más le pareció fuera de lugar. Tuve una corta plática conmigo y me convencí rápidamente de que no habría forma de atender el asunto esa noche.
Temprano al otro día un vecino me vio sacando la batería, me asistió con un chequeo somero, certificó su muerte (le creí porque a todas luces sabía más que yo sobre la materia) y se ofreció a llevarme a una tienda de piezas de autos que había cerca.
Allí corroboré que no tenían especiales de Viernes Negro. Hice las llamadas pertinentes para verificar la garantía de la pieza y a otros dos concesionarios. La gentileza en la cara de mi vecino comenzaba a tornarse en una expresión de “tengo que irme al trabajo” por todo lo cual me resigné a que esa sería mi aportación al movimiento de la economía ese día.
Entonces, justo cuando me disponía a pagar, entró a escena la siempre presente María. “Debo decirle que no tengo la batería disponible para hoy. Es que debido a María las mercancías siguen medio atoradas en los muelles. Llevamos desde el lunes tratando de que saquen un cargamento nuestro que es donde tenemos su batería. Estará aquí para mañana sin falta”, me dijo el empleado.
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Respiré hondo, después de todo lo que hemos atravesado lo vi como una minúscula peripecia de esas que vivimos a diario después del ciclón. “Está bien. Esperaré hasta mañana”, le dije al señor.
Agradecí a mi vecino y me despedí para tomar un Uber. En pocos minutos me recogió una señora de edad media y amplia sonrisa. Por su acento supe que era mexicana. En el trayecto hacia mi destino, que demoró unos 20 minutos, hablamos de todo un poco. De las razones que habían traído a su familia a Puerto Rico hace cuatro años, de las bellezas naturales de nuestros países, del terremoto en Ciudad de México, de política, del Día de Acción de Gracias y, por supuesto, de María.
Sobre estas últimas dos la señora lanzó un comentario cándido.
“Sin faltarles el respeto, agradezcan por María. Yo creo que ella los ha hecho mirarse al espejo por lo que son y no por lo que creían ser. A nosotros nos pasó igual con el terremoto del 1985. Ahora toca reconstruir este pequeño pero maravilloso país y me parece saludable que lo hagan sabiendo lo que realmente son”.
Quede callado por unos segundos y respondí con un escueto: “Gracias, usted tiene toda la razón”.
Y es que sus sabias palabras me estrujaron el corazón.
Al final del día, María no provocó ningún problema, solo exacerbó aquellos que ya existían y por demasiado tiempo nos negamos a ver.
La pobreza extrema se vivía desde siempre en Puerto Rico. María solo arrasó con los árboles y laderas que la cubrían. Puso de manifiesto la vulnerabilidad y fragilidad con la que la mayoría de los puertorriqueños viven desde siempre.
María no provocó el cierre de miles de pequeños y medianos comercios. Más bien nos hizo entender la precariedad con la que muchos de nuestros empresarios operaban que no pudieron, en la mayoría de los casos, prepararse adecuadamente para lo que venía.
María no provocó un éxodo masivo. Aceleró el que ya veníamos sufriendo hace una década.
Nuestros puentes, carreteras y sistema eléctrico son débiles hace mucho tiempo. María solo nos despojó de ese vestido de primer mundo que siempre quisimos llevar pero que nunca nos quedó porque nunca se nos ha permitido el desarrollo necesario para serlo.
Hace mucho que nuestro gobierno es inepto. María solo puso de manifiesto la absoluta incapacidad de la mayoría de nuestra clase política de hablarnos con honestidad, de ser transparentes en su gestión y de echar a un lado la jauja y la corrupción en pos del bienestar común.
También nos hizo ver la pusilanimidad de la oposición política que, salvo honrosas excepciones, no se ha visto, ni escuchado ni por los centros espiritistas. Es tan inepta como el gobierno de turno.
No propone alternativas de reconstrucción, no fiscaliza, no investiga, no habla, no existe. Simplemente se la llevó María. Denle dos años para que vean como muchos desparecidos regresan a buscar hacer lo mismo que criticamos hoy del actual gobierno.
María nos dejo claro que tampoco podemos apoyarnos en Estados Unidos. No son todopoderosos. Son igualmente burocráticos, lentos e ineficientes. No quieren aportar a la reconstrucción del país en su justa medida y en la proporción que se necesita. Si a alguien le quedaba duda después de PROMESA, María nos ha dejado claro que, simplemente, no les importamos.
Pero también María nos recordó que, a la hora de la verdad, poco importan los colores, los partidos, la clase política o Estados Unidos.
Ha sufrido tanto el popular, el penepé, el pipiolo, como los realengos. Al final somos solo un pueblo, una nación que reaccionó con gran heroísmo ante la debacle.
Si no fuera por esa acción veloz de las comunidades, entidades sin fines de lucro, iglesias, la diáspora y el sector privado este país no hubiese sobrevivido.
La resilencia, tenacidad, solidaridad, la cohesión y entereza que mostramos al enfrentarnos ante semejante hecatombe es digna de admirar y emular.
Si hemos aprendido o no la lección, sobre qué, para qué y para quién reconstruir hablaremos otro día. Por hoy, a pesar del dolor y la devastación, agradezcamos porque nos vemos tal cual somos. Sin tapujos ni vendas. Y, solo por eso, agradezcamos por María.
Nota: Llegó la batería y la guagua prendió.