Todos en Puerto Rico continuamos batallando con la escasez de algo o de mucho. El que más y el que menos continúa batallando con la cotidianidad, que no da asomo de regresar a lo que era antes de María. Yo batallo diariamente con eso y contra una mala racha de esas buena gente que me ha tocado vivir por varias semanas. Eso no solo incluye los mood swings, totalmente irrelevantes a mi edad, sino también la forma en que uno comienza a enfrentar o a desafiar diariamente los inconvenientes que esta cosa nos dejó: si hay agua, si hay luz, si hay medias, si el uniforme está limpio, si se quedó la llave abierta cuando intentaba descubrir el milagroso líquido, si el cubito para bañarme o para bajar el inodoro es más o menos grande, si hay platos sucios, si hay luz y agua, pero entonces no hay café, si sales antes de la casa o mucho antes porque no hay luz en los semáforos y el tráfico es un milagro. En mi caso, estoy desde la noche antes preguntándome si la ruta que tengo que coger para salir de casa me permite evitar la avenida Campo Rico, que siempre ha sido mala, pero en estos días es como un chiste de mal gusto. Es un horror. Hay un tramo en el que los hoyos son tan profundos que los conductores tienen que elegir entre irse contra el tránsito, irse a dos gomas entre medio de la isleta o, literalmente, coger el estacionamiento de los negocios de la derecha como carril. Lo contrario es como una carrera de carritos locos, o como el ride de un parque de diversiones, pero sin elfun. Y el carro sufriendo. Así no se puede. Pero una de las batallas más grandes que estoy dando en estos días, tratando de mantener de algún modo el humor, que no me llega fácil, es la picadera de los mosquitos. Soy muy blanca. Puede que usted me vea con un poco de sol, pero eso en la piel expuesta. Soy muy muy blanca. Y como hace tanto calor, pues he tenido que aprender a desprenderme, como todos, de carga pesada o innecesaria cuando estoy en casa (entiéndase ropa). No menísima, porque ando con mi hijo, pero menos. He descubierto que, finalmente, hay una especie que me prefiere a mí en mi casa, y no a mi hijo ni a mi esposo (además de mis dos perros que, claramente, son míos en afecto, aunque me lo discutan), y son los mosquitos. Diantre. Yo ya no sé qué hacer para espantar esas bestias. Con el calor que hace, trato de mantener algunas ventanas y puertas abiertas porque de lo contrario nos van a encontrar a todos sofocados. Algo pasa en casa que SOLO me pican a MÍ. Me baño en OFF, de todos los scents habidos y por haber; cada ser humano que me pregunta en qué puede aportar, le respondo que concitronella. Parecería que le pido un palo en la playa de Cancún, pero no. Yo solo pido la vela esa, para ponerla en todos lados. Y en el pasillo hay como una especie de “cobra” matamosquitos para protegernos a todos. Pero no, de nuevo, es CONMIGO la cosa. Me despierto mil veces en la noche por el calor, pero también para rascarme las picadas mientras todos duermen plácidamente. No sé ni de dónde salen porque no los siento sobre mí. Solo sé que cuando me levanto, tengo picadas en las piernas, en los brazos, en los muslos, en la espalda, en las rodillas, en el cuello y en otros lugares innombrables aquí. Me pongo crema, pero no puedo evitar rascarme al palo porque es fuerte el picor. El otro día vi un mosquito en el baño cuando llegué cual principios de siglos, con quinqué en la mano a mitad de noche, pero sin mumu ni rolos. Me estaba esperando ahí al acecho, implacable, amenazante, cruel. Cogí la chancleta y lo maté sin piedad. La cantidad de sangre que tenía esa vaca, si era mía, de verdad que me la debe. Y si cada vaca de esas que me ha picado me ha extraído semejante cantidad de sangre, estoy a nada de estar anémica. Alguien tiene que explicarme cuál es la preferencia de los mosquitos por ESTA carne, ESTA particular carne. Voy a empezar a buscar mosquiteros para la cama como los que me ponía mi abuela cuando me quedaba allí a dormir. Pensándolo bien, hasta sexis se ven. Pero con mi suerte, son capaces de colarse los malditos. ¡Un poquito de piedad, amigos!
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