Irma volvió a recordárnoslo: somos un pueblo grande.
Hace una semana exactamente, escribía unas líneas previas a la llegada del huracán a Puerto Rico. Le pedía a todos que tuviéramos calma y que durante el impacto y luego del huracán no cediéramos a la tentación de la changuería y de la quejadera, a pedir cable e Internet de alta velocidad, y que tuviéramos consideración con los miles de trabajadores que saldrían a la calle mientras usted se rascaba el ombligo y abría la primera lata de salchichas.
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La clase de bofetá’ y de tapaboca que he recibido a cambio de aquella reflexión ha provocado que escriba una segunda. Escribo estas líneas con un orgullo tremendo de vivir en esta isla. Más allá de la discusión que ha surgido en las redes sobre si fue una bendición de Dios para Puerto Rico y por qué “decidió” no bendecir a Cuba, por ejemplo, —discusión en la que nadie ganará ni perderá—, es un hecho que Puerto Rico ha dado cátedra en la preparación previa del manejo de la emergencia y en la respuesta tras el paso.
Quizás porque teníamos tan claras en la memoria las imágenes de los estragos de Harvey en Texas, estuvimos fundamentalmente preparados. Hasta yo, que soy una bola de improvisación personal en medio de los desastres naturales, tenía lo que necesitaba para que mi hijo, mi marido, y mis perros sobrevivieran cualquier emergencia (debe ser porque ahora soy madre y la locura sería un lujo imperdonable). El orden gubernamental fue proyectado como seguro, serio y confiable, y la respuesta, igualmente seria, confiable e inmediata.
Pero esa respuesta del Gobierno tuvo un plus increíble en el pueblo. El mismo día del huracán, cuando ya se sentía su partida, había gente ayudando a otra, compartiendo lo que tenían. Otros, ni bien salieron de su situación personal e inmediata, ya estaban coordinando ayudas para las islas vecinas a quienes Irma trató muy mal, Culebra incluida, que es nuestra, pero esas islas vecinas en las que ni español se habla y que muchos solo conocen porque han tenido la fortuna de parar ahí en crucero.
¡Qué rápidos fuimos en todo!
Supe de gente que se movió a Culebra, gente que jamás me autorizaría a decir que “adoptaron” la reconstrucción de un hogar destruido. Los hay. La gran historia de las trillizas británicas, puestas a salvo por la gestión incansable de muchos puertorriqueños, uno de ellos un joven empresario de la capital. Supe, y ella no lo sabe, que una periodista de Wapa TV se quitó los tenis cuando vio a una mujer proveniente de San Martín llegar descalza y herida a Puerto Rico en el avión de refugio. Se los dio. Eso nadie lo supo. Supe de un funcionario público que en medio de su trabajo sacó la cartera y compró hielo a una impedida que no podía darse el lujo de salir de su casa, mucho menos de tirarse una fila de cinco horas como todos los demás.
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En la luz de Country Club vi gente detener sus carros para darle comida, agua o un aplauso a un policía, y a una señora muy mayor bajarse de su güincha semidestartalada para darle un aguacatito y unos guineos. Eso es Puerto Rico. (Aunque dudo que la güincha pase inspección, y el Policía mirara los guineos como pensando dónde los metía).
Muchos jóvenes “mataron” a los habladores y salieron de su zona de confort para servir a Puerto Rico y a las islas vecinas.
No conozco una entidad que haya hecho un llamado urgente y a la que la gente dejara esperando. Hasta aparecieron boricuas francoparlantes que respondieron a un llamado falso de ayuda a un hospital. Pero aparecieron. Y eso habla muchísimo de nosotros.
Otra cosa que esta emergencia nos ha enseñado es respeto. Porque a esos mismos que muchos aplauden hoy, muchos les echaban caca antes.
De las tragedias y las desgracias siempre se saca algo grande. Y si eso grande es redescubrir nuestro corazón categoría 5, pues sí, redescubierto.
Abrazo grande a todos los que se han faja’o por la recuperación de Puerto Rico y que han entendido que siempre que uno se queja hay alguien a quien le ha ido peor. En mi caso, además, le doy gracias a Dios, sabiendo que no todos entienden por qué.