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A ver si el gas pela

Lea la opinión de Julio Rivera Saniel

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El tiempo de los discursos ambiguos ha terminado para la clase política. El 90 por ciento de ella ha jugado a hablar por los dos lados de la boca como modo de cita. Ese juego de línea fina en el que da lo mismo estar con Dios que con el diablo. Tener “lo mejor de los dos mundos” o ser “católico y protestante”. Decir que sí y luego que no. Todo y nada ha sido la consigna, y con ella se han garantizado victorias políticas y algunos adeptos. Pero la crisis traída por el desplome de nuestro sistema económico y político comienza a hacer que los ciudadanos exijan respuestas y posturas claras. Y con la reducción de jornada laboral que pide la Junta de Control Fiscal aún más. La encrucijada es clara: o salvamos lo que nos queda de país o validamos las exigencias de ese organismo congresional. ¿Por qué? Solo basta con mirar los hechos y descubriremos que hacer ambas cosas es un ejercicio imposible.

Empleados públicos, privados, economistas de derecha, izquierda o centro, sindicatos y banqueros han rechazado en sus discursos la idea de reducir la jornada laboral. Para hacerlo han usado iguales dosis de humanismo y sentido común; de lógica e información científica. Dar paso a la reducción tendría un resultado inescapable: la destrucción de lo poco que queda de la economía local. Es preciso recordar que la medida no llega en tiempos de vacas gordas. A pesar de que se repite como un mantra, el gobierno ya ha experimentado amplios recortes. Según economistas, desde 2009 hasta hoy, el tamaño del aparato gubernamental se ha reducido en un 24 %. Por no hablar de las condiciones de los empleados que han visto congelados sus convenios colectivos o perder sus empleos con medidas como las Leyes 66 o 7. A pesar de al menos 12 años de medidas de austeridad y sacrificios para los trabajadores, la casa no está en orden. Además, el país aún se recupera del desplome de al menos tres de sus bancos históricos. En ese contexto, la Junta pide más. Y los oficiales de gobierno aseguran que no accederán a sus reclamos.

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El problema —como anticipaba en mi columna del 4 de abril de este año— es que la molestia de nuestra clase política con las medidas de la Junta no pasa de ser discursiva: repudio esto, no estoy de acuerdo con aquello y me opongo a lo otro. Sin embargo, en los hechos son muy pocos los que han pasado de la retórica a la acción. Pero el tiempo de las oposiciones tibias parece estar llegando a su fin.

La Junta habla en serio cuando asegura que la reducción de jornada debe comenzar en septiembre. Por lo mismo, el país parece abocado a una guerra que habrá de librarse en diversos flancos. El primero, los tribunales. Pero si la movida en las cortes da la razón a la Junta, entonces —si la inconformidad es real— la desobediencia parece inevitable. PROMESA establece que no hacer caso a la Junta traería sanciones. Pero ¿cuáles? ¿Qué sanciones impondrá la Junta a un gobierno electo que cuente con el respaldo de los ciudadanos para la oposición? ¿Se atreverá la Junta a ordenar el arresto del gobernador o los legisladores? Y, si es así, ¿quién los arrestaría? ¿Contará la Junta con la Policía de Puerto Rico para “sancionar”? ¿Tendrá la Junta la estatura moral para exigir que se respeten sus órdenes cuando lo que pide del resto choca dramáticamente con su realidad de salarios de ensueño y reuniones en hoteles opulentos?

Ante el nivel de rechazo generalizado a las propuestas de la Junta, si el Ejecutivo y los legisladores optan por oponerse —en serio— a sus designios, todo apunta a que no estarán solos. Que la Junta se enfrentará a un país unido y combativo y que, como consecuencia, el Congreso federal deberá atender la crisis ocasionada por la falta de democracia real. Sin duda, el último puntillazo para empujar el carrito del estatus.

Pero el respaldo del país al gobierno dependerá de lo genuino de sus intenciones. Del alcance de su oposición y su interés por realmente detener esa avalancha de recortes que, lejos de sacarnos de la crisis, prometen cavar una fosa aún más profunda para lo que nos queda de país. Pronto, indudablemente y como dice un viejo dicho popular, descubriremos si el gas pela.

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