“Qué Qué”

Padres que se halan los pelos en verano

Lea la opinión de Dennise Pérez

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Cuando se trata del verano, me siento como la gata Flora. Cuando no ha llegado, estoy loca porque llegue, y, cuando llega, estoy loca porque acabe. (Sí, esta es la versión de la gata Flora ajustada. Ya sé que no rima nada).

Y no estoy sola en esto. Desde que soy mamá, me he dado cuenta de lo largos que son los veranos, tipo absurdamente largos, tanto que me hacen casi abogar por un sistema educativo de esos chinos que tienen nada más y menos que 240 días lectivos. Boom! Aunque mi hijo me deje de hablar, casi quiero hacer desobediencia civil si, a cambio, obtengo un sistema similar.

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No tiene nada que ver con el hecho de que pago todos los meses el colegio, aunque le den clases del 1 al 8 y el 6 y 7 sean sábado y domingo. Y que el 8 sea día de juegos, casual day o día de haz cualquier cosa menos coger un libro. No, no, no. Lo pago aunque me duela. Me refiero al verano en que terminan las clases el 15 de mayo, por ejemplo, pero tanto el campamento educativo como el recreativo comienzan en junio.

Primera clave y primer rompecabezas mental de una familia tradicional que trabaja y que no siempre puede contar con los abuelos como sistema de apoyo por varias legítimas razones: porque también trabajan, porque no viven cerca o porque son modernos, como los míos, y de repente no aparecen al llamarlos y descubres su paradero al abrir Facebook. Tu mami le ha dado a un check in en la Basílica de la Guadalupe, en México, y te lo pone posando así, bien linda junto a mi papi y acompañado de un pequeño pensamiento que dice: “Dios los bendiga”.

¡Qué, qué! ¡Sí, que Dios me bendiga, los bendiga! ¡Y les dé un celular con roaming pa avisar!

Ahí ya tienes dos semanas espetadas- —o en oración—, rogando que llegue el primero de junio para poder trabajar sin preocuparte por el cuido. Y entonces viene julio, que ya también cuenta con buenas apuestas de campamentos, todos los cuales probé en los pasados dos años. Mi hijo tuvo dos años y cuatro campamentos hasta este año que, después de mucho esfuerzo y sacrificio de sus padres, pudimos finalmente llevarlo a conocer a su familia en Argentina. (Ya nos sentíamos fatales por el tiempo transcurrido entre su adopción y ese momento en que conocía la extensión de amor que elegimos para él).

Eso significó otro dolor de cabeza. El espacio entre el fin de las clases de mayo y el inicio del campamento de junio. (Ahí fue que descubrí que sus abuelos andaban de mariachis por tierra azteca pero deseándonos bendiciones en las redes sociales). Terminado el campamento de junio, tuvimos que maniobrar un par de días hasta tomar el avión a Argentina. Pasamos los 15 días. Cumplimos uno de nuestros deseos más hermosos y, boom, otra vez la nube explotada porque nos quedaba casi un mes (Hello, ¡CASI UN MES!) para comenzar el nuevo curso escolar.

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Después de vacaciones, papá y mamá tienen que trabajar, con un poquito más de ganas, de hecho, porque hay una tarjeta de crédito que pagar. Los sueños cuestan y están sujetos a inflación. Y, guess what, llegamos a esperar el regreso a clases con el niño a cuestas, gracias a que nuestro sistema educativo no es chino. Tampoco es americano ni español. Ni caribeño. Yo pensaba que respondía al calor, pero ni eso. Es literalmente un hoyo logístico. No hay colegio, no hay campamento, ni familia que aguante lo que la espera significa.

Entonces me encuentro contando los días, a pesar de amar a mi hijo con todo mi corazón. Quisiera tener la posibilidad de compartir las 24 horas de los 7 días de la semana con él, pero eso no es real.

No hay cuerpo ni familia que aguante un calendario lectivo no chino. Uno los ama, pero se hala los pelos…

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