Foto por: Ricardo Andrés Rodríguez
En un país donde se ha reducido considerablemente el consumo energético, consecuencia, en parte, de la masiva emigración experimentada en los últimos años, vale la pena cuestionarse la pertinencia de mantener una planta generadora de energía mediante el uso del carbón.
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La discusión también debe examinar hasta dónde nuestra sociedad debe perpetuar modelos de producción de electricidad a partir de la combustión de este mineral, considerado el más contaminante de las fuentes de energías fósiles existentes.
Alrededor del mundo, la comunidad científica ha sido muy clara y contundente en puntualizar los riesgos de salud física y ambiental que representan estas plantas, insistiendo en que el carbón es la principal fuente de contaminación de mercurio y, por consiguiente, causante del calentamiento global.
Basta una mirada rápida a las conclusiones que derivan los estudios de expertos para perturbarse. Estos han señalado que las emisiones de cenizas que generan las plantas de carbón desencadenan en ataques de asma en los niños y se relacionan con enfermedades respiratorias que incapacitan y hasta provocan la muerte. Y este planteamiento no es una exageración.
Por eso, en muchos países se liberan luchas sociales contra el establecimiento de estas plantas de energía. El planteamiento central de la oposición es claro: a cambio de satisfacer las necesidades energéticas de una población, no debe someterse a la ciudadanía a enfermedades e impactos dañinos a la salud y el medioambiente. Por eso, para los científicos, la utilización del carbón para producir energía resulta el camino más retrógrado, impúdico y oneroso que se puede elegir.
En Puerto Rico, en cambio, hay grupos de poder político y económico que pretenden minimizar esos riesgos y, en tiempos de crisis fiscal, se refugian en el alegado impacto que tendría para el bolsillo del consumidor cesar la generación de energía con carbón porque, dicen, esta es una producción más barata en comparación con la energía derivada del petróleo, que es la utilizada por la Autoridad de Energía Eléctrica.
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O sea, alegan que sin la energía que produce la planta cogeneradora Applied Energy Systems (AES) en Guayama, estimada en 15 % de la producción total de la isla, el costo que pagamos los ciudadanos por la luz eléctrica sería mayor. Este planteamiento ha sido ampliamente rebatido por expertos y conocedores del tema pero, como suele ocurrir, no ha encontrado eco en los medios informativos corporativos.
La ecuación es simple. Por un lado, allí donde se realiza la explotación minera del carbón se destruyen millones de cuerdas de tierras y se contaminan miles de millas de corrientes de agua. De otra parte, la quema del carbón libera dióxido de carbono a la atmósfera, además de ser la principal fuente de emisión de mercurio y hollín que, a su vez, producen graves consecuencias a la salud de las poblaciones cercanas a la planta, como ataques de asma y enfermedades cardiovasculares.
Además de esto, están los problemas de salud física y al medioambiente que surgen de la disposición de las cenizas, que es la situación a la que se enfrentan los vecinos del barrio Tallaboa de Peñuelas porque es en esa localidad municipal donde la planta AES deposita sus cenizas y los demás residuos de combustión de carbón.
El problema se agrava cuando las autoridades gubernamentales, en un acto de malabarismo de la sinrazón política, ha establecido distinciones entre cenizas buenas y malas para legalizar la disposición de ese material tóxico en nuestros vertederos.
Eso es lo que logró la Ley Núm. 40 firmada por el gobernador el pasado 4 de julio bajo el título engañoso de “Ley para prohibir el depósito y la disposición de cenizas de carbón en Puerto Rico”.
Ahora se ha legalizado el depósito de cenizas de carbón “siempre que tengan un uso comercial” aunque su almacenamiento no puede ser por más de 180 días. Lo que no ha resuelto esta ley es que, no importa si las cenizas son fluidas, pesadas o residuos de caldera, los efectos de estas en la salud continúan siendo detrimentales.
Por eso hay una comunidad en resistencia. Hombres y mujeres de todas las edades dispuestos a enfrentar cualquier desafío por defender su salud.