Estamos en el 2017 y todavía hay gente que usa fajas. Y las usan en Puerto Rico. Y en este calor.
Hace unos días estaba en una tienda por departamentos comprando una cosita de emergencia, de esas que se rompen y tienes que salir corriendo a resolverlo por el bien de la humanidad. Y vi un vestido en un mostrador de lo más mono, recogidito, tipo pequeño, realmente petite. Lo hubiera querido para mí, pero las proporciones simplemente no daban. La vendedora, de todos modos, quiso hacer un esfuerzo de esos de fin de mes e insistió en que me lo probara.
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Le dije que no había modo de meter todo esto en tan poco aquello, pero ella me dijo que tenía la solución y yo, tan boba que soy a veces que no me atrevo a decir que no, pues accedí a perder diez minutos de mi vida en aquella misión samaritana de no hacerla sentir mal, aunque sabía que no iba a comprar el traje al final. Diez minutos calculé yo. ¡Ay, mamá!
Pues resulta que la gran solución que se le ocurrió a la vendedora era traerme una faja. ¡Obvio! ¿De qué otra manera todo esto iba a poder caber en tan poco aquello? Yo vi cómo aquella faja se iba acercando a mí y veía pequeñas calaveritas dibujadas de punta a punta, sustituyendo las varillas. El vestido era pequeño y la faja era diminuta. Aun así, me sometí. ¡Je-ho-vá!
La única vez que yo había usado una faja en mi vida fue en mi boda (-das) y fueron las horas más tormentosas que recuerdo. Mientras el sacerdote me hablaba, yo sentía que las varillas se me metían por las costillas mientras me trepaban todo lo demás cambiándome prácticamente el sistema digestivo y colocándome el esófago en las amígdalas. Unos rayos X míos durante la boda (-das) habrían roto récord de views en Instagram. Cada vez que el sacerdote decía: “Pueden sentarse”, boom, muerte a la nena de Cañaboncito.
Pero volviendo al mostrador. Empecé a meterme en aquella faja mientras la señora me preguntaba afuera cómo me iba, de esas preguntas que te hacen mientras todavía uno está mirando cómo va al zíper. Porque al menos yo soy medio lenta en esas lides y, cuando me ponen esas cosas en las manos, es como ponerme un rompecabezas de mil piezas.
Pierna derecha, un rato. Pierna izquierda, otro rato. Mientras iba intentando pasar caderas, una vecina de probador le dijo a la vendedora con voz de tragedia que, después del parto, ya no era tamaño 0, sino 2. ¿Cero? ¡Mano, cero! Basta. Hasta ahí llegué. Me quité aquella cosa lo más rápido que pude, que no fue tanto, pero me lo quité. Y abrí la puerta y a medio vestir le di aquellas dos cosas a la vendedora y le dije que no había break.
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¿Quién rayos se inventó las fajas? Tiene que haber sido un sádico loco. Me vestí a lo loco y me fui a tomar un café. Le di un google a las fajas y resultó que se remontaba si mal no recuerdo al siglo XVI y se diseñaron con el propósito de perfeccionar la silueta, alzar el busto y ceñirse a los ideales de belleza.
Mire, compay. Llámeme descuidada, pero yo no tengo ningunas ganas ni de perfeccionar la silueta, ni de alzar el busto, ni de ceñirme a ningún ideal de belleza. Yo tengo ganas de caminar libremente, de ir al baño más libremente aún y de mantener mi sistema digestivo intacto.
Encima, tengo otro problema. A mí me gusta abrazar. Soy de las que saluda con un beso y casi siempre le añado un abracito, o un abrazo, o un apretaíto, dependiendo del grado de cariño que sienta por el apretado. Y me gusta que hagan lo mismo conmigo. Qué cosa más fea esa de que me abracen y se sientan más varillas que en el Choliseo. Es que no me interesa. A mí el que me bese y me abrace, sepa que va a encontrar un chichito, o dos o tres, pero de todas las torturas que tenemos las mujeres, lo siento, la faja no.