Este próximo domingo es el plebiscito de estatus, convocado por el Gobierno, que promueve la estadidad, y boicoteado por los partidos políticos de oposición. Algunos grupos que no son anexionistas lo han legitimado llamando al voto por la libre asociación o la independencia. Ninguna organización defiende el statu quo y, aun así, encuestas recientes dicen que habrá quien votará por lo que una mayoría considera como una colonia.
En este plebiscito se da una situación muy particular. Y es que el dilema para muchos, aun estadoístas, es votar o no votar. El debate predominante no es, necesariamente, las virtudes o defectos de las opciones de estatus.
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Aunque parecería que los defensores de la estadidad irán en bloque a participar en la consulta del domingo, sondeos reflejan que un grupo numeroso de ese sector no lo hará. Ello podría tener varias explicaciones. Una de estas es que Estados Unidos, bajo la presidencia de Trump, no es ya el galán de la película en el contexto de la política mundial. Todo lo contrario, las actuaciones de la figura central de Washington abochornan a los mismos estadounidenses, y así lo vemos todos los días en la televisión norteamericana. Otro disuasivo para que un estadoísta no vaya a votar parece ser el hecho de que la consulta no compromete a la metrópoli. A pesar de los esfuerzos para que así fuera, el Departamento de Justicia de EE. UU. nunca avaló la papeleta que tendrán ante sí los electores boricuas el domingo. Ese respaldo de la agencia que dirige Jeff Sessions suponía no solo la asignación de $2.5 millones en fondos federales que le hubiese hecho la vida más fácil a la CEE, sino que habría tenido el plebiscito cierto bautizo del norte, distinto a otros ejercicios electorales similares. Ese respaldo no ocurrió y el gobernador, evidentemente consciente de que ello podía desanimar a sus electores, firmó esta semana la ley que le permite crear una comisión de cabildeo que irá al Congreso a empujar los resultados de este plebiscito y del celebrado en el 2012.
Por otro lado, está la oposición. El PPD, el PIP y figuras ya reconocidas por los procesos electorales anteriores —como Alexandra Lúgaro— han llamado al boicot por entender que es un ejercicio futil. Entienden que la consulta queda invalidada por la inclusión del ELA, pues señalan que el problema no puede ser parte de la solución. El PPD —en su eterna huida cuando del estatus se refiere— llama al boicot porque entiende que es un proceso amañado hacia la estadidad.
Con todas estas variables estamos ante un plebiscito en el que, más allá de las opciones de estatus, el cuestionamiento que se hacen hoy muchos electores es si participan o no. Unos porque se preguntan si vale la pena y otros porque no quieren ubicarse en uno de los dos bandos. Abstenerse o boicotearlo es el tema central del plebiscito, y hasta los estadoístas han caído en ese tema como el punto central del debate.
Nadie, más allá de la publicidad pagada, invierte tiempo en debatir las bondades o defectos de las fórmulas en la papeleta. Tampoco lo hacen en el contexto de la crisis fiscal actual. La oposición tampoco parece convencer al electorado de por qué hay que boicotear.
Al finalizar la jornada electoral de este domingo, los titulares serán dirigidos, no para destacar la fórmula ganadora, pues es evidente que por “default” triunfará la estadidad, sino hacia la cantidad de participantes. El lunes, el debate será si la participación y el margen de votos por el que habría ganado la estadidad le da suficiente legitimidad al plebiscito como para llevarlo a Washington y presentarlo allí como una expresión del pueblo puertorriqueño. El Gobierno federal ha dicho ya a través de muchos portavoces que prefieren enfocarse en la solución de la situación fiscal de la isla. Los ganadores tendrán que convencerlos de que esto otro merece atención ahora. Las apuestas no tienden a favorecerlos, pero, en la era de Trump, todo es posible.