Esta semana, Ricky invocó la protección del Título III de la Ley PROMESA a regañadientes. ¿Por qué? No sabemos a ciencia cierta. Pero para citar a su mentor financiero, el exgobernador Luis Fortuño, “esa es la pregunta”.
Aun un crítico acérrimo de la Junta de Control Fiscal, como el congresista Luis Gutiérrez, dijo el miércoles que “era tiempo” de que el gobernador solicitara acogerse a la cláusula referente a la quiebra contenida en la ley federal. Añadió que la “capacidad de reestructurar la deuda de Puerto Rico es verdaderamente el único remedio de PROMESA con significado”.
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Ricky, al parecer, no coincidía con él. Tan es así que, a solo minutos de haberse anunciado la quiebra, un grupo de bonistas de obligaciones generales, emitió un comunicado en el que expresaron que el día anterior, “justo cuando un acuerdo estaba a nuestro alcance, entendemos que la Junta de Supervisión intervino para bloquearlo, y el gobernador accedió a la Junta”. Según fuentes, el acuerdo que habría aceptado el Gobierno hubiese representado, para dichos acreedores, la recuperación de 90 centavos sobre cada dólar, un recorte de solo 10 % de la mayor partida de deuda que pesa sobre el Estado. El que estos inversores hayan señalado a la Junta como la responsable de detener un acuerdo que habría sido desfavorable para Puerto Rico debe ser objeto de mayor investigación por la prensa de nuestro país.
Así fue al día siguiente, cuando varios medios reportaron que, en conferencia de prensa, el gobernador se mostró nervioso y esquivo al ser cuestionado sobre posibles donativos de grupos de bonistas a su campaña durante el 2016. Los cuestionamientos, sin embargo, no pueden quedarse ahí.
Algunos comentaristas vinculados con el PNP han querido despachar a la ligera el cambio de posición del gobernador. Dicen que, a fin de cuentas, no importa que haya incumplido sus promesas de campaña si en el presente está haciendo lo correcto. Y, ciertamente, puedo coincidir en que la declaración de quiebra fue una decisión acertada.
Pero debemos preguntarnos cuáles son las prioridades del primer mandatario, para entender su proceder hasta el momento y durante el tiempo que le reste en el cargo. Durante la campaña, él y sus portavoces argumentaban que la deuda se podía pagar. Que solo era necesario cortar algunos gastos y modificar los términos de repago. Hablar de una reducción en principal era herejía. Su cruzada en favor de los acreedores llegó al punto de convertirse en uno de los principales argumentos de su campaña en contra de su contendiente primarista, el entonces comisionado residente Pedro Pierluisi. Muchos analistas identifican el apoyo de este último a la aprobación de PROMESA como el factor que le restó los votos necesarios para prevalecer sobre un candidato inexperto.
Si atamos cabos, veremos que las expresiones de Ricky en campaña, su renuencia a declarar la quiebra —incluso ya habiendo expirado la prohibición sobre las demandas de acreedores contra Puerto Rico—, su aparente interés en llegar a un acuerdo leonino con los bonistas de obligaciones generales, y el que haya sido la Junta, quien lo obligara finalmente a invocar el Título III, pintan un cuadro de un gobernador que quiere poner los intereses de una clase de acreedores por encima del bienestar del pueblo.
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Lo preocupante es que el declarar la quiebra no es el final del proceso; en gran medida es el comienzo. De aquí en adelante, ¿a quién defenderá Ricky? ¿Qué dedos tiene amarrados con los fondos buitre? ¿Quiénes en su campaña y en su gobierno tenían o tienen vínculos con los múltiples grupos de inversionistas que merodean los pasillos del Capitolio y La Fortaleza? ¿Por qué la insistencia en pagar durante el 2016? ¿Por qué fue la Junta la que lo obligó a la quiebra?
A todas estas preguntas la prensa debe exigir respuestas, como han hecho los medios estadounidenses con las conexiones entre Trump, sus asesores y el Gobierno ruso. No se trata de enfrentar a otro político más con su catálogo de promesas incumplidas. Se trata de llegar a entender las dinámicas impactando el futuro de nuestro país.
Es una especia de auditoría; no después de los hechos, sino mientras los vivimos, para así asegurarnos de no caer nuevamente en los errores y en los conflictos que nos llevaron hasta esta penosa encrucijada