La semana pasada publiqué una columna en este rotativo en la que explicaba el porqué de la creación de Resistencia Autonomista, enumeraba sus metas y explicaba la importancia de la primera de ellas. Entiéndase, la necesidad de denunciar el abuso de poder por parte del gobierno del Partido Nuevo Progresista, que representa el haber legislado un plebiscito en el que se excluye al Estado Libre Asociado y a todos los electores autonomistas que apoyamos dicha fórmula política. En tan solo una semana ya se han unido a ese reclamo ocho senadores de la mayoría republicana en el Congreso federal, quienes comparten nuestra visión de que excluir al ELA le resta legitimidad al plebiscito del 11 de junio.
Hoy les comparto las razones detrás de nuestra segunda prioridad: el rechazo a la anexión y sus efectos sobre nuestro país, Puerto Rico.
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La anexión, y el mero hecho de solicitarla, es un peligro para nuestro pueblo. Como dijera Luis Muñoz Marín en sus Memorias, “como puertorriqueño y aun prescindiendo de las serias limitaciones y ataduras económicas que apareja la estadidad, no puedo aceptar nuestra disolución como pueblo y nuestra absorción dentro del conglomerado inmenso estadounidense”.
Pedir nuestra propia disolución nacional, aun si la estadidad no está disponible para nosotros, como no creo que lo esté, sería desprestigiarnos y denigrarnos. ¿Qué pueblo que se respete a sí mismo voluntariamente aclamaría por su suicidio colectivo?
Más aún, en días recientes me enfrenté en un debate radial a un líder anexionista que me aseguraba que en Hawái había dos idiomas oficiales y que el 75 % de la población hablaba el vernáculo hawaiano. Resulta que la verdad dista mucho de este artículo de fe anexionista. Solo 30,000 personas en el mundo entero —en el más optimista de los estimados— hablan hawaiano, y solo 2,000 lo reconocen como su lengua materna. En otras palabras, no hay duda de que la anexión a un país que se concibe como una sola nación implicaría la desaparición de una identidad nacional distintivamente puertorriqueña.
Por otro lado, la anexión sería ceder los espacios de autonomía fiscal, autogobierno y representación internacional que hoy ostentamos. Sería imponernos una carga contributiva y económica que nos rompería el espinazo. La Government Accountability Office del Gobierno federal en marzo de 2014 publicó un informe, irónicamente a solicitud del entonces comisionado residente Pedro Pierluisi, sobre los efectos económicos de la anexión para Puerto Rico. Concluyeron que en el más probable de los casos, la estadidad implicaría una salida neta de sobre $7,759 millones anuales de la economía puertorriqueña, más del 80 % del presupuesto del Fondo General. Nótese que esta cifra contempla los posibles aumentos en fondos federales para la isla. Desglosada, implicaría duplicar las contribuciones que pagan los individuos, la desaparición de la mayor parte de nuestra base manufacturera, más contribuciones sobre los derivados del petróleo, como la gasolina, y hasta contribuciones aplicables a los beneficios del seguro social.
Finalmente, la anexión sería ceder para siempre la posibilidad de que mediante el uso creativo de los poderes del ELA se puedan desarrollar iniciativas económicas dirigidas a las particularidades de Puerto Rico y no a las necesidades generales de un país de 320 millones de habitantes.
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Como dijera Muñoz, en un discurso el 17 de julio de 1973, “el estatus político es para servirle a la calidad de vida que el pueblo de Puerto Rico quiera crear para sí mismo. […] El estatus político repitámoslo una vez más, repitámoslo una y cien veces, es para servirles a esos ideales humanos, no para desviar al pueblo del camino de realizarlos, no para bloquear y destruir ese camino”.
Si bien gobiernos de ambos partidos han fallado en utilizar esa autonomía y flexibilidad que nos permite nuestro actual estatus en la confección de políticas económicas que propendan al crecimiento de nuestro país, eso no quiere decir que debamos ahora atarnos las manos. Amarrarnos a las políticas económicas uniformes que funcionan en Estados Unidos no nos garantiza el éxito; solo nos asegura el no poder ejercer criterios puertorriqueños para adelantar metas puertorriqueñas.
El Estado Libre Asociado funcionó en el pasado como motor de desarrollo económico y social. Necesita crecer para volver hacerlo; necesitamos mayores poderes y mayor autonomía. Pero, aun con sus defectos, es superior a un modelo que no nos permitiría labrar nuestro propio camino como pueblo.