La reforma laboral ha llegado. Y las premisas bajo las que se predica son de consenso. ¿Cómo negarse a la idea de crear nuevos empleos en momentos de crisis económica? Es evidente que todo aquel que quiera el bien para el país ansía que sus ciudadanos tengan mejores oportunidades de conseguir empleo.
Sin embargo, la reforma laboral aprobada en la Cámara de Representantes deja múltiples preguntas sobre la mesa que probablemente debieron ser contestadas antes de su ratificación. Y la ausencia de respuestas no es la consecuencia de escasez de preguntas. El cuestionamiento lanzado desde todas las esquinas del país es el mismo. ¿Dónde está la evidencia que permita llegar a la conclusión de que la eliminación prospectiva de derechos laborales traerá como consecuencia la producción de nuevos empleos? Y a eso añadir algunas más. ¿Cómo es que aumentar la probatoria de los empleados de 3 a 12 meses, alterar el tiempo extra, eliminar la ley de cierre o eliminar la presunción de despido injustificado traerán como consecuencia la creación de nuevos empleos?
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Se trata de preguntas que no suponen un cuestionamiento liviano, sobre todo porque nuestra historia está plagada de medidas aprobadas sin estudios o datos fiables que nos han traído a estos tiempos de incertidumbre y parchos mal remendados. Por ejemplo, la Ley 7. En su momento, expertos y economistas levantaron una bandera de preocupación cuando entonces se aseguraba que el despido de más de 20,000 empleados públicos sería amortiguado por el sector privado que “absorbería” a los empleados cesanteados. Había que creerlo por fe. Pero eso no fue suficiente para conseguir que sucediera. Al final del camino, el sector privado —tal y como lo anticiparon los expertos— no fue capaz de quedarse con los empleados despedidos.
Algo similar ocurrió con la eliminación del pago doble los domingos. Se trató de un reclamo consistente del sector comercial que aseguraba que esa compensación era un freno para la creación de empleos y la posibilidad de operar en horarios extendidos. Tras la aprobación de los cambios, pocos establecimientos comerciales ampliaron sus horarios y, según los economistas, resultó imposible identificar empleos nuevos creados como consecuencia directa de la legislación.
El lunes intenté conseguir respuestas a algunas de las preguntas lanzadas, conversando con el vicepresidente del Senado, Larry Seilhamer. “¿Cuál es la evidencia empírica que sustente que se crearán nuevos empleos?”, le lancé. Después de una breve pausa, respondió: “El sentido común y la experiencia son las mejores estadísticas”, dijo. Pero, cuando se trata de alterar los derechos obtenidos por los trabajadores por los pasados cincuenta años, la fe no es razón suficiente. La ausencia de contestación a preguntas esenciales para la formulación de política pública resulta preocupante. ¿En qué áreas se crearán los nuevos empleos? ¿Trabajo social, ingeniería, contabilidad, salud o manufactura? ¿Qué tipo de empleos serán creados? ¿Trabajos a tiempo completo? ¿A tiempo parcial? O tal vez más importante aún, ¿qué pasará con las medidas laborales adoptadas si el sector privado falla en su promesa de crear más trabajos? ¿Habrá rendimiento de cuentas o volverán a pasar con ficha sin que su falta de palabra tenga consecuencias?
Es evidente que deben darse las condiciones para permitir la creación de nuevos empleos. Áreas como el costo de energía o la lentitud en la otorgación de permisos han sido “reformadas” en el pasado reciente sin obtener los resultados prometidos y es muy probable que deban ser revisadas. Pero la incapacidad del país y pasados gobiernos de realizar las reformas requeridas y la celeridad con que el país quiere ver resultados no justifican la aprobación de medidas sin la discusión adecuada y sin la presentación de los datos empíricos que sustenten las decisiones de política pública. Ahora corresponde el turno del Senado que ya ha anticipado la realización de vistas públicas. Ojalá que se produzcan respuestas. Que de dar palos a ciegas ya hemos tenido suficiente.