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Esteban Santiago: ¿víctima o victimario?

Lea la columna de Julio Rivera Saniel.

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Esteban Santiago ha sido desterrado. El joven nacido en Nueva Jersey, de padres puertorriqueños y criado en Puerto Rico (donde vivió hasta que fue activado como soldado siendo apenas un adolescente) no puede ser puertorriqueño. O al menos eso reclaman muchos en la isla. Imposible que sea compatriota este muchacho de Peñuelas que, sin razón aparente, abrió fuego en el aeropuerto de Fort Lauderdale, mató a un puñado de personas e hirió a otras tantas.

“Es un criminal”, concluyen. Después de todo, quién quiere llamar “compatriota” a un “asesino”. Resulta mucho más gratificante ponerle el calificativo a otros que como él han nacido fuera de la isla, pero que exudan triunfo y nos traen gloria, como la gimnasta Laurie Hernández o el ganador del Pulitzer Lin Manuel Miranda o Tony Croatto. Esos sí. Y con toda razón.

Pero al arrancarle a Esteban Santiago la “puertorriqueñidad” por bochorno, por la vergüenza de llamarlo uno de nosotros, olvidamos por qué, en lugar del destierro, este joven merece una mirada detenida que permitirá que podamos entender (no justificar, pero sí entender) las circunstancias que le colocan como objeto de odio colectivo.

Ya ha pasado antes con otros como él: veteranos con trastornos psicológicos producto del escenario de guerra en el que se han convertido en los protagonistas del crimen. Como sucedió hace siete años con una mujer de 76 años asesinada sin aparente razón por su hermano, Luis Alberto Dávila, un veterano a quien cobijaba en su hogar. O como Mario Segarra, de 36 años y veterano, que el pasado año incendió la casa de sus padres y agredió a su compañera consensual. O como Gavin Long o Micah Johnson, responsables de matar a 6 y 5 policías, respectivamente, en hechos ocurridos en Texas.

¿El elemento común? Todos eran veteranos de guerra y en todos los casos sus familiares o conocidos aseguraron que tenían problemas de salud mental como consecuencia de su paso por la guerra. Entonces, ¿son simples asesinos y agresores o realmente víctimas del sistema que les abandonó tras haberles utilizado para pelear por causas que, en ocasiones, ni conocen?

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Según datos del Gobierno de Estados Unidos provistos por la organización Madres Contra la Guerra, 22 veteranos intentan o consiguen suicidarse cada semana en los Estados Unidos y uno de cada tres es diagnosticado con problemas que afectan su salud mental. ¿Es casualidad que tantos y tantos veteranos y veteranas lleguen con condiciones psicológicas?

A ese alto volumen de veteranos con problemas psicológicos se añade agravio a la situación al saber que los servicios que reciben no siempre son los adecuados para tratar sus condiciones. A veces la ayuda se presenta en forma de una “pastillita” que intenta acallar sus demonios. Pero no lo consigue. Por eso, tal y como denuncian Madres Contra la Guerra, en las calles de la isla y EE. UU. hay decenas de hombres y mujeres que ofrecieron sus vidas en el ejército y que se han convertido en verdaderas bombas de tiempo por arrastrar condiciones psicológicamente inhabilitantes e inadecuadamente tratadas.

¿De quién es la culpa de las muertes de Fort Lauderdale? ¿De un veterano con problemas psiquiátricos o de quien falló en atenderlos? Ya va siendo hora de que el Ejército destine recursos no solo al reclutamiento y “seducción” de miles de jóvenes para que ingresen a las filas del ejército, sino que también haga lo propio para brindar a todos ellos la ayuda necesaria cuando sus almas lleguen rotas del frente de guerra.

No hacerlo, esperar a que la crisis los supere y procesarlos como criminales típicos bajo la sombra de la pena de muerte es una hipocresía de esas que se dan con mayúsculas.

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