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Las benditas asignaciones del colegio

“Mi hijo, el pobre, carga con un bulto que parece que se fue backpacking a Suramérica por un mes”.

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Columna de Dennise Pérez

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Justo cuando le estaba cogiendo el gustito a las vacaciones de mi hijo y disfrutaba con bastante plenitud la paz espiritual de no abrir libretas, abrí mi e-mail y leía: “Calendario de enero”. Correíto inoportuno ese puesto que me disponía a arreglarme para la fiesta de despedida de año.

Yo no sé usted, pero a mí me tiemblan los dedos cuando veo cualquier correo del colegio de mi hijo. La mayoría de las veces tiemblo inútilmente porque solo me anuncian una venta de pizzas pro clase graduanda, o un casual day, o un torneo deportivo.

Pero este calendario, además de avisarme que me quedaban diez días de felicidad, me recordaba varias tragedias asociadas al regreso a clases: la madrugadera, las meriendas, los tapones, las quejas, los exámenes y  lo peor, las asignaciones.

Las madrugaderas no me hacen sufrir tanto. De hecho, ya me levanto casi siempre a la misma hora, aunque no haya clases. Coger la 65, la Campo Rico y la Baldorioty para llegar al colegio, eso sí ha requerido paciencia y medicación.  A esa hora la Baldorioty no parece una arteria principal, sino una ruta de evacuación de tsunami. Cada vez les presto menos atención a las meriendas porque he descubierto con el tiempo que estos niños de hoy día hacen hasta trueques a lo indio taíno. Cuando yo era chiquita, jamás hice eso. Mi sándwich era mi sándwich y no lo cambiaba por gusanos agridulces. 

Las quejas, pues, esas son un cantar distinto, y, generalmente, no se dan por mail, sino por llamadas. Así que imagínese mi cara cuando veo el nombre del colegio en mi celular. No me da tiempo a rezar un padrenuestro antes de contestar, naturalmente, y se me ocurren palabras menos nobles que me salen como ametralladora sin pensar. Y luego contesto con voz dulce, tipo “ay, sí, en qué le ayudo”. A veces quisiera que me vieran del otro lado del teléfono para que sepan la transformación de personalidad que experimento. De Tazmania a Heidy en 0.02 segundos.

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Con los exámenes no tengo problemas. Antes me rompía la cabeza. Ahora he hecho claro que ya yo me gradué un par de veces y que ese grado lo pasé con flying colors hace décadas.

Y si usted ha llegado hasta aquí leyendo y piensa que soy medio mala madre, hablemos entonces de las asignaciones. Mi hijo, el pobre, carga con un bulto que parece que se fue backpacking a Suramérica por un mes. Antes de preguntarle cómo le fue hoy, le pregunto cómo está su espalda.  Yo lo veo y quisiera embarrarlo de Bengay cuando llega a casa. Esa carga de libracos no es de Dios. He estudiado la carga que lleva y casi siempre es la necesaria para sus tareas.

Yo me pregunto. Con todas las horas de clase que tiene y sus horas de tutoría, cómo es que llega a casa y aún tiene tareas. No es que yo como mamá me quiera desvincular de su proceso educativo. Dios sabe que soy media metiche y exigente. Pero, caramba, el niño llega a la casa a hacer asignaciones. No soy psicopedagoga, pero eso tiene que afectar la calidad de vida. Porque, para que se acueste a una hora razonable, yo tengo la obligación de casi molerle el arroz con pollo y que se los tome con sorbeto para que avance a estudiar.

Y las asignaciones de los lunes. Ay, asignaciones de lunes. Me hacen sufrir desde viernes. Yo creo que deberían prohibirlas. Es más, he escuchado de países y estados en que las asignaciones escolares no existen. Se asume que se cubre lo suficiente en el salón de clases, y, por supuesto, que el niño debe tener una vida más allá del colegio. Si yo quiero el fin de semana llevarlo a ver a sus abuelos, no debería preocuparme porque el niño debe recrear un tsunami en una maqueta. Que termino haciendo yo. Pienso yo. No sé.

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