El tapón del pasado sábado fue, cuando menos, memorable. La isleta de San Juan estaba aislada por una manifestación en la que transportistas de todo tipo habían bloqueado los accesos en una maroma que provocó un tapón que se extendió hasta la avenida Baldorioty de Castro en Carolina. El efecto inmediato fue la incomodidad y rabia de aquellos a los que se les arruinó el día. ¿A mediano plazo? Es posible que las pérdidas económicas de los comerciantes cuya expectativa de negocio se tronchó por la movilización. Sin duda, todo un desastre de relaciones públicas (o ausencia de ellas) en el que el mensaje quedó ahogado en el mar de coraje de los ciudadanos que, por el mal rato, no están en disposición de escuchar lo que les llevó a detener el tránsito. Y, entonces, comienza la búsqueda de culpas. La salida fácil es adjudicarles responsabilidad a taxistas o a la compañía Uber, según sea el caso o la balanza de simpatías. Para mí, sin embargo, la culpa no reside en los protagonistas de la controversia, sino en quien no la ha adjudicado. La responsabilidad por el tapón, las potenciales pérdidas económicas, la consistente violencia entre taxistas y operadores de Uber y la larga lista de incomodidades que ha traído esta controversia es, sin duda, del Gobierno y los tribunales que siguen guardando silencio, como aquel al que le comieron la lengua los ratones.
Resulta increíble que a un año de la llegada de Uber a Puerto Rico la respuesta de la oficialidad sea solo el silencio. La Comisión de Servicio Público, la Compañía de Turismo, el Departamento de Transportación y Obras Públicas (DTOP) y los tribunales han protagonizado un conveniente juego de sillas musicales en el que el resultado a estas alturas ha sido la falta de una política pública clara sobre el establecimiento de este tipo de plataforma en Puerto Rico. Y la ambigüedad es semillero de problemas.
Los taxistas insisten en que sus operaciones y las de Uber deben ser reguladas por la Ley 282, que establece que solo vehículos autorizados y reglamentados por la Compañía de Turismo pueden operar en zonas turísticas. Uber, por su parte, insiste en que, aunque es una compañía cuyo propósito final es proveer de transportacioón mediante pago a ciudadanos que la necesiten, sus operaciones no son reguladas por esa ley, sino que por un reglamento del DTOP.
Los taxistas insisten en que —siempre basados en su argumento— han radicado más de 100 querellas por alegada violación a la Ley 282, pero que los encargados de adjudicarlas se les han sentado encima sin decir ni “esta boca es mía”. También argumentan que Uber supone una competencia desleal, pues no se le exijen los mismos requerimientos que a los taxistas para poder operar e incluso no pagan contribuciones como usted, yo y el resto de los mortales. Ante los argumentos de las partes, la respuesta de la oficialidad es un conveniente silencio. Como aquel que apuesta a que las aguas lleguen solitas a su nivel. Como el que subestima el poder de combustión de la falta de acción y el silencio conveniente. Como aquel que se niega a aprender de la experiencia de otras jurisdicciones que ya han pasado por la experiencia de la llegada de compañías como Uber y han vivido episodios de violencia y sangre como consecuencia de la falta de acción del Gobierno a la hora de asumir posturas y adjudicar controversias.
¿Quién tiene la razón en esta controversia? ¿Violan la ley los taxistas o la viola la compañía Uber? ¿Pueden o no pueden trabajar los operadores de Uber en zonas turísticas? ¿Es cierto que Uber no paga contribuciones como cualquier hijo de vecino? Y, si es cierto, ¿por qué? ¿Qué tiene más peso? ¿La Ley 282 o las normas del Departamento de Obras Públicas? Y más importante que lanzar estas preguntas es añadir una interrogante: ¿Para cuándo dejamos las respuestas? A la vuelta de la esquina está la llegada a la isla de Lyft, una compañía de características similares a las de Uber que llegará a operar en medio de la indefinición y el limbo que vivimos hoy sobre esta controversia. Ojalá que, cuando el Gobierno y los tribunales decidan abrir la boca, no sea demasiado tarde.