La Junta de Control Fiscal federal (sí, control, no supervisión) está dando señales de que es más criolla de lo que imaginábamos, y esto podría provocar que el aura que un sector de la población puertorriqueña le había puesto desaparezca pronto.
Cuando se aprobó la ley PROMESA a finales de junio, se visualizaba a un grupo de enviados de Estados Unidos llegando a la isla para ponerles orden a nuestras finanzas públicas y darles lecciones a los políticos locales. Hasta ese momento y ante el descontento generalizado sobre la gestión de nuestros gobernantes en nuestra historia reciente, la mayoría de los puertorriqueños se expresaban en respaldo a la creación del organismo y a la labor encomendada al nuevo grupo. Se entendía que tendríamos a figuras ajenas a nuestra guerrilla política, tomando el control de nuestros asuntos financieros. Eso sonaba simpático inexplicablemente, aun cuando ponía de manifiesto nuestra condición de subordinación política que la mayoría ha rechazado en las últimas consultas realizadas sobre el tema del estatus.
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Tras los nombramientos hechos por el presidente Obama, una de las primeras decisiones de la Junta fue escoger al cuñado de Pedro Pierluisi, José Carrión, como su presidente. Otra designación, la del exdirector del Banco Gubernamental de Fomento bajo la administración de Luis Fortuño, Carlos García, había generado cuestionamientos en la administración del Partido Popular.
La Junta ya ha realizado dos reuniones públicas y celebrará otra antes de las elecciones del 8 de noviembre. Ahora han anunciado que su imagen pública y las relaciones con la prensa, serán manejadas por una empresa liderada por exasesores de los exgobernadores Pedro Rosselló y Luis Fortuño.
Ciertamente, es positivo, sobre todo en momentos de crisis fiscal, que la Junta considere darles trabajo a los puertorriqueños. Ello es cónsono con lo que se supone que es la meta al final en el largo camino que el país ha de recorrer. Teniendo esa Junta un presupuesto de nuestro gobierno de dos millones de dólares mensuales, no deben hacer menos y considerar en su andamiaje administrativos a profesionales puertorriqueños competentes para asesorarles.
Sin embargo y aunque podría sonar contradictorio, la Junta, por abominable que pueda ser considerada por muchos, tiene que evitar una cosa: ser una trinchera más en el terreno político local que nos ha traído a este punto.
Nos guste o no, tenemos PROMESA y con ella la Junta. ¿Se puede combatir por quienes así lo entiendan con estrategias ya sean diplomáticas o arriesgadas? Claro que sí. Pero, mientras tanto, el Gobierno puertorriqueño y el líder político que resulte electo dentro de semana y media tendrán que lidiar con los miembros de la Junta y atender sus pedidos sin que ello suponga el fracaso inmediato de sus promesas de campaña. Ante ello, es importante que la Junta no sea un comité político más, ya sea aliado o enemigo dependiendo de lo que pase el 8 de noviembre, porque, por más mandato legal que tengan para ejercer poderes sobre el Gobierno nuestro, podrían perder su legitimidad ante la ciudadanía.
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Si la Junta queda deslegitimada ante el decreciente sector ciudadano que la respalda, no importa las directrices que Washington imparta, se le haría muy difícil lograr su cometido. Y ante decisiones radicales como las que ya se anticipan que tomarán, podría surgir el repudio generalizado y el caos social del que hablaba hace un tiempo el Juez Torruellas.
Que tenga cuidado la Junta con su criollización, cada vez más palpable y, por ende, su contaminación con la política chiquita local, porque no habrá PROMESA que valga para
que se respete su ya muy
débil autoridad.