Leyendo pensamientos de una de mis constantes fuentes de inspiración, el monje budista Thich Nhat Hanh, me encuentro con una reflexión acerca de la “herencia”. El maestro nos recuerda que llevamos por dentro lo mejor y lo peor de nuestros ancestros, sus más bellas cualidades y sus más terribles defectos. Pero hace la salvedad de que nos toca a cada uno de nosotros trabajar para permitir que germinen las semillas genéticas de lo que es positivo mientras logramos transformar aquello que ha causado o puede causarnos dolor a nosotros y a los demás.
Sus palabras me hicieron pensar en unos datos muy interesantes que menciona la psicóloga Sonja Lyubomirsky en su libro The How of Happiness. Ella indica que estudios realizados sobre el tema de la felicidad apuntan hacia el hecho de que el cincuenta por ciento de esta es genética; el diez por ciento es el resultado de nuestras experiencias de vida, y un cuarenta por ciento, el resultado de la forma en que interpretamos esas circunstancias. La felicidad sí es, entonces, una decisión personal.
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Tenemos el poder para romper los ciclos que nos roban paz y bienestar, ya sea porque hayan sido heredados por factores genéticos o modelados a través del aprendizaje que recibimos. Eso que cargamos sobre las espaldas, tanto las actitudes que hemos aprendido como en el ADN que nos ha formado, siempre van a influir en la forma en que vemos la vida. Pero no podemos permitir que nos defina.
Cuando escucho personas excusar actitudes limitantes con frases como “es que yo soy así”, “es que eso fue lo que aprendí” o “es que eso corre en la familia” puedo entender perfectamente de dónde vienen sus palabras. Pero, de la misma manera en que yo me niego a ser definida por mi pasado, busco retarlos a que rompan con la vagancia emocional.
¿Hasta cuándo vamos a seguir poniendo excusas? ¿Cuándo vamos a entender que esas actitudes que nos hacen infelices, no importa de dónde vinieron, pueden transformarse? Yo escojo hoy y siempre ser lo mejor de mi pasado. ¿Qué escoges tú?