Quien labora, como yo, en esto del periodismo está acostumbrado a ver desfilar ante sí diariamente una retahíla de noticias. Muchas de ellas, de esas que tal vez sería preferible no reseñar, por aquello de la utopía, a esas las llamamos “malas noticias”. Esas que son —como consecuencia de un entendido no escrito entre medios de comunicación y el público— el plato fuerte de los noticiarios.
Pero esas “malas noticias” tienen un par de efectos secundarios. El primero, que nos inmunizan. Convierten lo “malo” en el equivalente a “lo normal”, en una expresión de lo cotidiano. Por eso, cuando el domingo conocí la historia de Darimar Dávila, me dibujó una sonrisa.
Su historia no es complicada, mas para algún editor podría parecer poco relevante y, como comprobaría más tarde, también lo sería para algunos lectores amargados. De esos que comentan desde Facebook todas las noticias colgadas en las cuentas de estaciones de radio, televisoras y periódicos con una ironía perenne, desde el pesimismo constante y un sarcasmo forzado que raya en la estupidez, esos para lo que todo está mal. Alguno de esos pesimistas eternos comentarían que la noticia les parecía estúpida, que carecía de importancia, pero nunca he estado más seguro de estar en desacuerdo.
La joven, a fin de cuentas, hizo lo que hacen muchos a diario: lo correcto. Encontró una cámara cerca de su carro en Rincón. Como no era suya, comenzó a buscar al dueño o dueña por los alrededores del lugar donde se encontraba. Al no lograr su objetivo, encendió la cámara y colocó una foto en las redes sociales con la esperanza de dar con el dueño. Valiéndose de amigos y del alcance de un medio de comunicación (Noticentro), la jovencita dio con el hombre. Se trataba de un turista estadounidense que ya había dado por perdido el aparato y que, al toparse con Darimar, ya se aprestaba a retribuirle con algunos pesos. Pero la joven no buscaba eso, le satisfizo solo el hacer lo correcto.
Esto es lo que, en definitiva, hacen a diario miles de ciudadanos de esta patria, rostros que quedan olvidados a la sombra de aquellos que se dejan seducir por lo incorrecto. Asesinos, ladrones, narcotraficantes, todos ellos —siendo menos— han ocupado el espacio de los ciudadanos comunes que, desde su cotidianidad, miran la vida con desprendimiento, que regalan una sonrisa y ayudan a quien lo necesita sin esperar compensación. Los que cumplen con su deber y lo exceden, porque hacerlo es lo que aprendieron en casa. Hacen, en definitiva, lo correcto.
“Los buenos somos más. Lo que pasa es que los malos hacen mucho ruido. Yo vivo rodeada de gente buena”, me decía Darimar tan convencida como adornada por su amplia y optimista sonrisa. ¡Nada más cierto! Ahora resta que los muchos, los buenos, decidamos hacer ruido.
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