La familia, ese elemento fundamental de nuestra sociedad, se ha convertido en motivo de guerra.
Una guerra no declarada entre bandos que están tan seguros de tener la razón, que poco o nada se ha resuelto. Ninguno ha podido reclamar la victoria.
Aunque las familias diversas han existido desde siempre, no es hasta tiempo reciente que las batallas se han intensificado. Los medios periodísticos y las redes sociales recogen constantemente imputaciones de parte y parte, en un eterno y repetitivo debate.
La chispa que encendió esta guerra está ligada a una mayor visibilidad de parte de los miembros de una comunidad por décadas marginada, quienes con más frecuencia han decidido salir a la luz, seguros de no tener de qué avergonzarse.
Esa valiente determinación es vista por otros como una provocación y parte de una agenda de cambiar las reglas, de imponer “estilos de vida” contrarios a lo hasta ahora aceptado. El inminente choque entre quienes no están dispuestos a regresar al clóset y entre quienes los juzgan y los rechazan, va para largo.
Porque no será cosa fácil armonizar una posición que reclama un origen natural con otra que está convencida que de natural nada tiene sentirse atraído o atraída por su mismo sexo, y que eso no es otra cosa que una abominación y un camino directo a la infelicidad y la perdición.
¿Cómo convencer a alguien con un trasfondo conservador y religioso que eso que llama pecado no es otra cosa que la forma de ser de otro ser humano? Es un camino escabroso. Mientras hay muchas personas que han comprendido lo que significa la diversidad y se han despojado de los prejuicios aprendidos, muchas otras se niegan a hacer lo propio. Eso puede deberse a un genuino –y triste– apego a creencias y dogmas seguidos durante generaciones sin que muchos hayan cuestionado su sentido.
La guerra, lamentablemente, se reduce a cristianos rechazando a cristianos, porque, sin lugar a dudas hay hombres y mujeres, que además de ser homosexuales y lesbianas, son creyentes. La orientación sexual nada tiene que ver con creer en Dios.
Abona al conflicto el empeño de algunos de imponer sus visiones de lo que es moral y correcto. El verdadero significado de ser cristiano se ha convertido en botín de guerra. Se plantea que el “pueblo cristiano” rechaza los denunciados “estilos de vida”. Sin embargo, no se trata de “estilos”, sino de “vida”. Cada uno tiene una “vida” tan única y valiosa como el próximo.
La guerra por la familia se encuentra en un punto crucial. Lejos de una amenaza a la sociedad, es un grito de igualdad. Un reclamo a favor del espacio digno que merece toda familia, no importa la orientación sexual de sus integrantes.
Con más frecuencia, las batallas de esta guerra sin cuartel se están librando en tribunales y en cuerpos legislativos a través de todo el mundo. Puerto Rico no es la excepción. Nuestras familias están dispuestas a dar la batalla por lo que es justo y correcto. Ni más ni menos.
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