A las 11:30 a.m., sonaba el timbre, y el salón cobraba un color especial, el de la libertad. Casi como en una película de ciencia ficción, el maestro desaparecía y todos salíamos corriendo a la fila de la cafetería. como reces a la pradera. ¿De verdad teníamos hambre? ¿Acaso estábamos tan famélicos como para no pensar en nada más que en llegar a esa fila para alimentarnos? R ecordar el timbre, la corrida y la emoción que me producía ese momento, me hace evaluar lo que trae seguir al grupo, ser parte del orden, hacer fila, pedir comida y añadir a la orden, una paleta por favor.
Pasé en la escuela 12 años, miles de recreos, y cientos de miles de timbres. De todas las horas e historias de esos espacios, la sensación de “una paleta de strawberry”, sentada en algún banquito cerca de la iglesia junto con mis cuatro amigas inseparables, es mi recuerdo más claro. La paleta no era rica ni mi dulce favorito, era más como un bobo, un tipo de chupete que alimentaba al tiempo, no a mí. De repente, llego a la conclusión que p asé días de mi vida lamiendo una sustancia pegajosa que me dejaba la lengua roja y una sensación insaciable de sed.
PUBLICIDAD
Me pregunto ahora: ¿qué otras cosas ocupan tanto tiempo de mi vida, que son irrelevantes en lo que suma, y a la misma vez, son tan pintorescas como ese recuerdo acorazonado de la paleta? La respuesta no es parte de ninguna paranoia de que soy victima inconciente de algún complot contra la humanidad, o la clásica postura de que todos somos simples monigotes de la sociedad; sino mas bien una pequeña reflexión sobre las cosas que usamos, consumimos y el tiempo que pasamos con ellas.
Las 11:30 a.m. no me regresan a los recreos. La imagen de las barandas de metal y la fila de los estudiantes no me transportan necesariamente a esa sensación de libertad. La paleta roja en forma de corazón, envuelta en el plástico que rompía con los dientes, su cabito de papel duro, el sabor extremo a dulce, eso me transporta a la libertad. Libertad que se podía dibujar entre amigas en una mañana, en una escuela donde aun todo era posible, dulce y en forma de corazón.
Sedienta quedaba después de cada recreo como si en ese espacio que duraba una hora, que compartía con todos los demás estudiantes del colegio, lo único que se alimentaba eran las ganas de lo que vendría con la libertad. Aunque la libertad es algo difícil de describir e identificar, recordar esa paleta, ese banquito, esas amigas, y esa sensación de que todo era posible, puede ser una de mis mejores definiciones. A veces siendo parte del comportamiento de los grupos, uno puede llegar a ser lo suficientemente libre como para descubrir cuatro personas con quien sentarse en un banquito a lamer una paleta y mirar la fila de la cafetería con la boca dulce y la cabeza sedienta.
Vea también estas notas: