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Opinión: Ser guaynabito

Ser guaynabito no es cualquier cosa. Es una tarea complicada, costosa y extenuante.
 
Ese concepto, de cuña reciente en nuestra sociedad puertorriqueña, pretendió desde su origen tener una carga negativa. Era prácticamente un insulto a una persona por su procedencia y por su estilo de vida acomodado.
 
Y dentro de nuestros prejuicios -o, más bien, complejos—  le atribuimos un aura de paz y felicidad plena con el que no estoy muy de acuerdo.
 
Pero ¿qué es un guaynabito?
 
Guaynabito: persona de clase media alta y alta que vive en una urbanización con control de acceso dentro de los límites territoriales de Guaynabo City, que hace sus compras en los outlets, en San Juan o en Miami y Nueva York, pero jamás en Bayamón, y tiene sus hijos en colegios bilingües y se burla de la UPR (Iupi, para los que no somos guaynabitos) cuando su hijo empieza a solicitar universidades. Perdón, cuando empieza a buscar college.  En resumen, un “blanquito”.
 
Pero hay muchos tipos de guaynabitos.
 
Está el guaynabito nativo, calificado así pura y estrictamente por origen y por glamour. Hay otros tipos. El que me gusta más es el que ni nació ni vive en Guaynabo, pero actúa como si viviera en Garden Hills. Ese sería en mi libro el guaynabito wanabí. Actúa, vive, gasta y camina como guaynabito, pero paga más de un peaje al día.
 
¿Por qué me gusta? Porque en esa onda andan muchos.
 
Admítanlo. Inconscientemente usted, que lee estas líneas, ha tenido episodios de guaynabito. Apuesto a que todos han tenido que elegir entre un fin de semana en Boquerón o unos días en Orlando o Nueva York. Y si ha elegido montarse en un avión, le tengo noticias: usted es un guaynabito. Si ha tenido que elegir entre meterse a Econo o a Costco y eligió dejar la tarjeta de crédito en Costco en cosas que ni necesita, le tengo noticias: usted es un guaynabito.
 
Ser guaynabito está sobrestimado, sobre todo en estos tiempos de crisis económica.
 
Y si no me creen, piensen en esta: Camille Carrión y Johanna Rosaly hicieron tremendo notición la semana pasada cuando expusieron públicamente a un restaurante por no haberles honrado la letra pequeña de un Gustazo, de nada más y nada menos que de $15 para un almuerzo. ¿Qué, quééé?
 
Bajo el criterio prejuiciado que todos hemos demostrado en ocasiones, ambas mujeres cualificarían como guaynabitas. La gente ASUME —palabra clave, ASUME— con razón o sin ella que tienen reconocimiento, fama y dinero. Es igual a guaynabitas. ¡Sorpresa! ¡Las guaynabitas también usan Gustazos! Y lo más interesante. No les molesta para nada ventear su situación en las redes sociales. En otras palabras, estoy pelá ¿y…?
 
Cuando leí eso me vino a la mente un gran problema que tiene mucha gente que conozco, incluyéndome.  Y aquí viene el otro tipo de guaynabito: el que ni es ni quiere serlo, pero todos sus actuaciones apuntan a que es un candidato perfecto. A veces me topo con gente en almuerzos o cenas cuyo capital no compara en nada con el mío y me río, normalmente junto con un amigo querido que se crió en un polvoriento barrio de la montaña, porque no aprendemos. Ganamos como pobres, comemos como guaynabitos.

De modo que ser guaynabito es más que un lugar de residencia. Es una actitud.  Y, como  este espacio a veces lo utilizamos para destruir clichés, les tengo una idea: dejémonos de llamar a la gente por lo que son nuestros prejuicios. Todo el mundo, siendo guaynabito o no, tiene circunstancias sociales que moldean su manera de ser. Pero es inaceptable que usemos términos para describirlos, no solo porque son supuestamente ricos. La misma condena va para quienes con otros nombres califican al pobre o al marginado.
 
A riesgo de que me llamen la Patrona de los Guaynabitos, les aseguro que las etiquetas son una pérdida de tiempo y una degradación moral del ser humano. Porque no importa si usted tiene valores religiosos o no, los valores sociales rigen más en una cultura como la nuestra. Y en mi barrio cagüeño nadie me inculcó la diferencia entre lo que era yo, una niña del barrio Cañaboncito, o lo que era el más high class guaynabito.

Vivir pensando en que hay una clase superior de la que encima me debo burlar, no es inteligente ni sano. Y si encima me burlo pasando treinta veces al mes la American Express, somos el burro hablándole a las orejas.

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