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Opinión: A comer pasteles y a comer lechón…

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Hay algo sobre la Navidad que me da cosita. Es una época hermosa, de acuerdo. De alegría, más o menos. Pero es a la vez una época loca. Es innegable.

Este año había como una obsesión con que llegara la Navidad. No sé si es que la gente anda con urgencia de sentirse de fiestas o que quizás las alegrías de lo cotidiano no nos están dando para llegar a diciembre, pero yo juro que este año ya había arbolitos en las tiendas en septiembre. Y como en ocasiones suelo nadar contra la corriente, no veo los arbolitos como símbolos preciosos de época navideña. Es más, los inventores del Halloween y de Thanksgiving no deben andar muy contentos con nuestro frenesí navideño. Es como si en las tiendas tuvieran un discrimen declarado contra las máscaras y los pavos. Pasa ese día y BOOM! De repente, todo es árboles, luces y muñequitos de nieve.

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Pienso que nuestras navidades deberíamos celebrarlas sí, con arbolitos y lucecitas, pero quizás, por mi crianza, siempre he pensado que lo importante era “el nacimiento del Niñito Jesús”, como nos decía mami. Porque mami era especial y nunca nos inculcó la presencia de Santa Claus. En casa la lista se le hacía al Niñito Jesús y yo la hacía medio “arremillá” porque, por lo que sabía, esa familia de Jesús era humilde, así que mis expectativas no eran muy altas. Tampoco recuerdo arbolitos. Quizás una que otra vez. Y en alguna ocasión alumbraban el pino cagüeño enorme que había en el patio. Pero no podían faltar las figuras del nacimiento, naturalmente por razones religiosas.

Eso sí, lo que nunca habría usted encontrado en el patio de casa —ni de chiquita con mis padres ni ahora en mi propia casa— era un muñequito de nieve, mucho menos de esos inflables gigantes. Cada loco con su tema, pero la Navidad no es exclusiva del norte, y si hay algo que NO nos caracteriza en el trópico, es el muñequito de nieve. Pobre muñequito inflado con bufanda y todo en el frío invierno de Ponce. ¿Qué, qué? No solo es un contrasentido. Si fueran perros, sería abuso de animales.

Otra cosa que me aterra de la Navidad es la compradera de regalos. Y no por tacaña. Soy bastante desprendida y por eso nunca seré rica. Pero me niego a volverme loca comprando en Navidades.  Muchos piensan que es época de regalar. Y qué bueno para ellos, pero qué malo para mí. No me agrada ni el estrés ni la pasadera de tarjetas de crédito para lamentarme en enero, ni las filas en las tiendas. Así que alguien que me conoce puede esperar de mí una sorpresa o que pague la cuenta de una buena cena en cualquier momento. Pero no por Navidad.

¡Encima me llenan la capilla! Hay gente que jamás va a misa, pero en Navidad como que todos quieren ir. Y ya entonces llego yo casi a batallar por el espacio que entiendo me merezco por ir más veces que ellos al año. Deberían ponernos como unas filitas reservadas, tipo VIP, como un fast pass de esos de Disney. “Venga todo el año y no se apiñará en Navidad. Banquito garantizado”.

Ahora, lo que sí me gusta y adoro de la Navidad es la comida. Soy buen diente en cualquier época, pero puedo babearme con solo ver un lechón. El arroz, los pasteles, las morcillas, eso siempre funciona y son bienvenidos, pero el lechón —oh, bendito lechón—. Es una contradicción que en este espacio haya criticado los excesos, pero, una vez al año, excederse con un cerdito y su cuerito no puede hacer daño. Conozco gente que empieza a ponerse a dieta en octubre.  Las conozco bien de cerca, tanto que soy yo misma. Porque a partir de Acción de Gracias es como si la vida me firmara un voucher de comida ilimitada, all you can eat… and drink. Tengo hasta pantalones y trajes especiales para la época.  Todos un size más grande, cero botones, cero correas y cero elásticos. Que el cerdito tiene que bajar cómodamente y, si es posible, dejarme respirando.

En esta Navidad compremos menos, prestemos más atención a la gente que queremos, hagamos el propósito de consentirlos todo el año, eliminemos el muñequito de nieve ahogao y comamos lechón. En enero nos encargamos de los chichos. ¡Felicidades!

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