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La piquiña del Candy Crush

Voy a romper la regla más fundamental para escribir sobre un tema: conocerlo. No lo conozco y no lo quiero conocer, a propósito. Me he negado rotundamente porque he visto vidas transformarse por esta fiebre y la mía ya la he transformado de tantas maneras que no aguanta otra. Es la fiebre del Candy Crush.

Al principio pensé que era una fiebre que atacaba a niños, de esos a los que los padres les entregan un DS en las mesas de los restaurantes para que no molesten y los dejen hablar entre adultos o cuando quieren simplemente ponerlos en mute por la razón que sea.  Porque mira que el aparatito ese es mejor que una Benadryl. Lo he visto hacer milagros en los sangrigordos más interesantes. (Sangrigordo. Según el diccionario de la Real Academia de Cañaboncito, una persona pesada, molestosa, merecedor de un chancletazo al menos una vez a la semana).

Pero de pronto comencé a notar que había gente muy cercana a mí, entiéndase adultos, profesionales y con cosas que hacer, que empezaron a enviarme invitaciones para que me uniera al jueguito. Nunca acepto invitaciones a juegos, no porque no tenga el tiempo para jugarlos ni por antipática, sino porque tengo una carencia casi absoluta de habilidad para ellos. Digamos que si en la escuela me hubieran dado un jueguito de estos en sustitución de un examen de aptitud, habría vivido permanentemente en un salón de tutoría.

Y esos juegos requieren de la solidaridad de un amigo para que te ayude a sobrepasar pruebas y obstáculos. Pobres amigos míos. Si de mí depende poner una vaca en su huerto, nunca tendrán leche.

Yo, que me la paso en el celular/oficina/biblioteca/shopping center, he tenido que preguntarles a amigos qué hacen pegaos al teléfono. Un día, durante un almuerzo, le pregunté a una amiga que llevaba varias horas quejándose de hambre, qué tanto hacía en el celular, que no comía, y me respondió: “Candy Crush. No lo intentes. Es adictivo y no podrás parar”. Fueron 30 segundos que me dedicó a darme esa explicación, sacrificando el juego y el mofongo que tenía al frente. Ella devolvió la mirada al teléfono y yo regresé a mi comida, impresionada de que semejante  juego la hubiera atrapado así.

Y en el silencio de la sobremesa descubrí que todas sus amigas también lo jugaban. Terminaron de comer y las veía deslizando sus dedos en la pantalla con cierto nerviosismo y con solo la mitad de un oído en funcionamiento. Impresionante. Y como en cuestiones de servicio al cliente, Puerto Rico de verdad lo hace mejor, ya por lo menos en dos ocasiones he tenido que esperar a que la persona que me va a atender junte un par de dulces antes de escuchar mi problema. Al que no le gusta el caldo…

La fiebre ha involucrado a un montón de gente. Uno que descubrí recientemente todavía me sorprende. En un momento bien serio, un amigo bien serio me preguntó: “¿Tú juegas Candy Crush?”. Me lo preguntó como con vergüencita y al día de hoy no sé si quería que le ayudara a pasar un nivel o le compartiera algún truco de esos que evitan que tengas que esperar no sé cuánto tiempo cuando se te acaban las vidas para volver a jugar. Pero estoy clara que mi cara le respondió sin que mi boca hablara, porque lo miré como cuando alguien descubre un zombie en The Walking Dead.

Ojo; de ninguna manera estoy juzgando a los que juegan. Después de todo, son parte de un universo de más de 50 millones de usuarios que al menos mientras están pegados al juego resultan inofensivos para el planeta. Es más, se me acaba de ocurrir que podría ser una buena herramienta anticrimen.  Sustituyen una adicción por otra y los mantienes ocupados ante una pantalla que no les permitirá pensar en delinquir ni en pasar a ningún otro “nivel” que no sea uno de los 400 para juntar, taratatánnnnn….. ¡DULCES!

¡Qué, quééé!
 

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