Dar nombre a una persona que nace es quizás una de las responsabilidades más grandes que tiene un padre. Y a veces la menos pensada.
El otro día leía un artículo sobre los nombres más populares en Puerto Rico y me gustó el hecho de que lo fueran Sebastián y Mía, al menos en 2011. Me gustan esos nombres. Son nombres sencillos, pero de sonido al oído de lo más noble. ¿De dónde los sacan los padres? No sé. Pero siento que hay por ahí una especie de influencia entre novela de Univisión y mundo hollywoodense.
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Y créanme que prefiero esa influencia a la creatividad boricua a la hora de nombrar niños. El mismo artículo mencionaba que había un aumento entre los nombres raros, sí, esos que inventan los padres para hacer únicos a sus hijos, haciendo injertos entre el nombre del padre y el nombre de la madre. Así que, además de Sebastián y Mía, pues ahora nos metieron los Ahnelyz, Akilaisha, Akirelix y Akiramarie, por ejemplo.
Siempre me he preguntado qué hace un niño cuando llega a la escuela y tiene semejante nombre. Y si tener que aprender a escribir su nombre deja de ser una tarea hermosa para convertirse en una jerigonza complicada que termina provocando problemas de aprendizaje. Porque no debe ser lo mismo aprender a escribir Ana que aprender a escribir Akilaisha. Mi madre llega a llamarme así y me tiene que poner en el pre-pre-pre-kínder, porque no iba a poder bregar con tanta consonante junta y las mismas dos vocales ahí injertadas una al lado de la otra.
Mi madre pecó un poco de esto con los tres nombres que nos puso a mí y a mis hermanas. Mi segundo nombre es Yasmín. Y ese nombre me pega menos que un inodoro en una cocina. Pero bueno, pasa con ficha. Es español, es una palabra aguda, acentuada, y no tiene vocales juntas. Pasa mi prueba. Pero vi sufrir a mi hermana chiquita mientras aprendía a escribir. Me guardo su nombre para preservar su privacidad, pero sus lágrimas las recuerdo claramente. Hoy día es una tipa brillante, así que creo que lo superó… y sin psiquiatra. ¡Nice!
En mi caso llamarme Akilaisha Pérez no hubiera sido un acto de amor materno. Hubiera sido un acto de lo más semejante a un asesinato, si bien no literal, al menos de personalidad. En estos tiempos donde abundan los bullies llamarme así me hubiera hecho una víctima inmediata y, psicológicamente, me hubiera creado un daño irreparable. No hubiera sido líder en el colegio porque no me habría atrevido ni a alzar la mano. ¿Se imaginan? “¿Akilaisha Pérez?”. Yo: “Bien, pero que bien ausente”. ¡Qué quééé!
Y este último punto me lleva un momento a los apellidos. En Puerto Rico, los más comunes son Rivera y Rodríguez. Imagínense esos injertos, cualquier injerto de nombre, con Rivera, Rodríguez o Pérez. No pegan ni con chicle. Ya soy Dennise Pérez, y cuando la gente me pregunta el apellido, como esperando que el segundo sea más fancy, y les digo Rodríguez, me tripea la cara de decepción del interlocutor. Quizás esperaban que yo procediera de la corona española o algo. Raro, porque soy boricua e hija de un mulato. No hay mucha casta que buscar en la hoja del plátano. Y no puede faltar el chiste mongo de “los Pérez… pere… cerán”. Tan passé.
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Y como en Puerto Rico somos verdaderamente especiales, hay una ley, sí, la Ley 24 de 1931, que faculta a los empleados del Registro Demográfico de Puerto Rico para prohibir a los padres colocar nombres raros a sus hijos. Pues yo, de verdad, creo que estos empleados estaban de break cuando registraron a Akilaisha.
Esta columna puede parecer un chiste. Y lo es, un poco. Pero también es seria. El nombre de un ser humano, recibido, generalmente, a minutos de nacer, marca un momento importante de otorgamiento de personalidad. Es un proceso que merece reflexión y tiempo. Respeto al final el nombre, aunque no me guste, porque si ya la ley de 1931 no se aplica, pues la libertad de nombrar como le dé a uno la gana, pues, triunfa. Pero en mi iglesia, por ejemplo, si te llamas Akilaisha el cura te mete el María. María Akilaisha Pérez, pa que aprendas tempranito a creer en Dios.
Tengo un nombre más o menos normal y mi personalidad es ya complicada. Pero les juro que si me hubieran llamado Akilaisha Pérez, seguramente no estaría escribiendo esta columna.